Un asistente ha muerto y decenas de miles más han quedado atrapados en el barro del desierto de Nevada, en Estados Unidos, después de que la lluvia convirtiera en un lodazal el festival anual Burning Man.

Es la cita anual en para los nostálgicos de la era hippie y de la contracultura de los años 60, para los amantes de mundos lejanos e imposibles y para los que quieren bailar bajo las estrellas al son de música electrónica sin decoro de vestimentas ni de nada que tenga que ver con lo establecido. Su principal ritual es quemar una gigantesca escultura de madera con forma de hombre durante la noche del sábado. Pero eso es casi anecdótico cuando estamos hablando de un festival que se convierte en un escenario dantesco de creatividad ciudadana.

Toda expresión cultural tiene su auge, su decadencia y su correspondiente crisis de identidad. El festival Burning Man, único en su especie, lleva celebrándose desde 1986 y atrae a algunas de las mentes más creativas, subversivas e independientes del mundo. Y también a una cantidad creciente de pijos, brokers de Wall Street, millonarios de Silicon Valley, publicistas y “turistas de la música electrónica”, según denuncian los veteranos del evento. Y la tensión entre ellos se desató el pasado 31 de agosto en el campamento del desierto de Nevada.