En una ocasión de mi vida, en Barcelona, trabajé en una agencia enorme, que compartíamos con la Asesoría Jurídica de los Servicios Centrales de La Caixa y donde se producía una curiosa, pero lógica circunstancia: nadie cagaba en su propia planta. Acuciados por la vergüenza de coincidir con alguno de tus compañeros al regresar de cagar o de que se encontrasen luego con todo el perfume de tus deposiciones, una centena de idiotas salíamos de expedición a la búsqueda de una cagada cálida, tranquila pero, sobre todo, anónima.