Paul Weller nació en 1958. Por tanto, estamos hablando de un tipo de 63 años que tiene más de 31 discos publicados (16 de ellos en solitario); que aún es recordado como un pionero del punk por aquello que hizo con The Jam a finales de los ´70 (para su disgusto) y que se comporta como un iconoclasta caprichoso cuando quiere.
Hay dos cosas en él que me fascinan (además de su pelo):
- Se reinventa a si mismo sin faltarle al respeto a sus fans ni a sí mismo.
- Compone desde la elevadísima atalaya que le ofrece su fabulosa entrepierna.
Para entender esta idea mejor puedes pensar, por ejemplo, en Paul McCartney.
Macca no hace ninguna de estas dos cosas si no le obligan a punta de pistola. El último que consiguió sacarlo de su tediosa autocomplacencia, de hecho, fue Nigel Godrich en 2005 (Chaos and Creation in the Backyard).
Después de aquello me recuerda “Pepito Piscinas”: ese señor mayor que no acepta la edad que tiene y que pretende impresionar a no se sabe bien quién, tratando de llamar la atención de forma bochornosa.
Esto no pasa con el Paul que nos ocupa. De hecho, salivo cada vez que sé que va a sacar disco; algo que, por suerte, ocurre con mucha frecuencia. Por eso, ser fan de este señor es un valor tan seguro…
¿Y por qué sigue sacando discos? Pues por su extraordinario amor a la música. Te cuenta sin pudor lo que ya sabes, le da vueltas a lo que ya cría haberte contado y te habla de las cosas que le interesan a él sin resultar predecible.
Y lo mejor es que no ha necesitado juntarse a colaborar con traperos del palo ni hacerle los coros a divas relamidas para mantener su alto nivel de popularidad.
Su secreto, de hecho, es no hacer nada de eso.
Sigue labrando el mismo trocito de tierra que compró hace años, pero probando a plantar diferentes cosas. Unas le crecen con más brío que otras; pero él las planta, las recoge, las pone en un capazo y te las da a probar antes de bajarlas al mercado.
Y esto es lo que le hace especial.
Paul Weller Fat Pop Vol. 1. Otra muesca en el palo de la vida
Paul Weller desmanteló The Jam en el cénit de su fama para afirmar años después que solo los reuniría si sus hijos estuvieran en la indigencia.
Imagina que David Bowie hubiera resucitado a las Arañas de Marte, que Paul Rodgers anunciara que vuelven Free o que Rory Gallagher reiniciara Taste.
¿Qué sentido tendría eso?
Nada de nostalgia ni de giras para pagarse la piscina ni de pasearse de la mano de los guapitos del momento.
Paul Weller manda.
Es un tipo que ha dejado claro que su música y su persona van de la mano, y al que trae al pairo el movimiento mod, el rock, los estandartes o las chapas en la solapa con la cara de la reina.
Toca lo que le da la gana, se caga en todo su pasado cada vez que lo entrevistan y sugiere que todo lo que haya hecho con anterioridad a lo nuevo huelen a muerto (Kevin Ayers también lo hacía y por eso fue el maldito más hermoso que ha dado nunca la naturaleza).
Y esto solo se puede hacer si se comprenden bien las mecánicas depresivas de la industria del disco y las del propio ego creador. Solo así se puede pasar de un lado al otro sin perder el pellejo, como hacía el díscolo gato de Coraline.
Ese magnetismo es tan insólito en nuestros días que he de remontarme a David Crosby o Bob Weir para encontrar un referente parecido.
Otros iconos, en cambio, terminan sufriendo una metamorfosis kafkiana que les transforma en insectos capaces de devorarse a sí mismos a cambio adoración: Elton John, McCartney, Springsteen, Roger Waters, etc, etc.
Como músico, me fascina escuchar a artistas que son capaces de aportar a su carrera aires frescos, incorporar otras músicas o dar un punto de vista diferente al que venían sosteniendo en su discografía.
Y cuando digo esto no estoy hablando de esos artistas que ven una buena idea ponerse a cantar rap, hacerle los coros a un trapero efímero, tocarse un disco de villancicos roñosos o componer para un coro de laringectomizados.
Nada de esto suma.
Por eso hay tan pocos artistas que puedan decir con orgullo que hacen lo que les da la gana. Y uno de ellos es Paul Weller
Y lo mejor es que no ha necesitado juntarse a colaborar con traperos del palo ni hacerle los coros a divas relamidas para mantener su alto nivel de popularidad.
Más discos buenos de madurez
Me resultaría muy raro escuchar que Yes van a lanzar un disco que pretende ser la continuación de Close to the Edge.
Mike Oldfield, por ejemplo, sí trata de volver a su época dorada cada poco tiempo sin ser consciente de lo embarazoso que resulta verle sufrir.
Y es que estas cosas son absurdas.
Cuando pienso en un gran disco de madurez pienso, por ejemplo, en Iggy Pop cantando chanson française o en Rufus Wainwright analizando con nostalgia a su propia carrera.
Otro disco de Van Morrison haciendo exactamente lo mismo de toda la vida (pero sin ninguna gana) o de Metallica paseando una confusión personal y artística que pide a gritos un psiquiatra, no aporta absolutamente nada a nadie. Sobre todo a ellos mismos.
Por eso, cuando un músico legendario es capaz de sorprenderme, y de cosechar éxito masivo, no me queda más remedio que sentir una especial admiración hacia él.
No todo el mundo es capaz de implementar ideas nuevas a su música.
El celebérrimo doble salto mortal ha partido más cuellos que aupado carreras. Si has escuchado los discos “techno” de Neil Young o el batiburrillo modernete de Eric Clapton (con Phil Collins produciendo) de los ´80, sabrás de lo que estoy hablando.
A Paul Weller no le pasa esto.
Y todo gracias a que nunca ha seguido un camino fijo.
Por eso es tan querido; porque da envidia y porque, después de todo, es Billy Hayes en el Expreso de Medianoche.
Premiado por hacer lo que le da la gana
Paul Weller siempre ha tenido mucho éxito en su tierra natal, Gran Bretaña, y en el resto del mundo.
De hecho, lleva siendo popular desde 1977. Y este disco “Fat Pop” (en slang algo así como “pop dorado”), también lo ha sido.
Y no es para menos.
Todo en él es atrevido. Weller toca absolutamente de todo, produce y deja que los demás hagan su magia.
De hecho, una de las cosas que más me gustan es la libertad que les deja a sus músicos.
Y un buen ambiente lo es todo para que la música respire.
Crítica musical de Paul Weller Fat Pop Vol.1. Resumen
Fat Pop es un disco fantástico que devuelve a Paul Weller al aplauso unánime y a la popularidad del outsider al que le gusta volver al barrio a tomarse algo de tanto en tanto.
Un disco experimental que coquetea con absolutamente todo, desde el funk de bragueta zigzagueante a la experimentación electrónica. Y con unos arreglos exquisitos (Glad Times).
En Testify, por ejemplo, suena a Sly o a Gil-Scott Heron. That Pleasure se contagia también del efecto negroide. Y aún se compone piezas rockeras de cara a la galería que ya quisieran muchos grupos de ahora (Fialed, Moving Canvas).
Cosmic Fringers y Fat Pop, además, son una vacilada adorable.
Pero no todo aquí es magia.
Una cosa que odio por encima de todo en las producciones de ahora es esa querencia demoníaca a comprimir tanto la caja de la batería que termine sonando como golpearse la puta rodilla con la palma de la mano.
¡Basta! ¡Dejad sonar al maldito instrumento de forma natural de una vez!
Me alucina pensar que esos baterías llevan un equipo que puede rondar los 4000 euros y cajas vintage con un sonido de pureza prístina. ¿Pero para qué? ¿Para terminar sonando como un guante estampado en la pared?
Y lo peor es que esta tendencia ya lleva años. Entre el low–fi y las producciones que ven al batería como un problema vamos a terminar en los nuevos 80.
Además, en In Better Days parece Bon Jovi después de haber escuchado el Born on the Run. Y, llámame loco, pero en Still Glides the Steam podría ser Stephen Stills.
Pero, en fin, por todo lo demás, que es mucho, ¡gracias, abuelo! Deseando que llegue el Vol. 2.