Aquella España que iba de la capilla al burdel, de la misa de doce al derecho de pernada, no acaba de borrarse del paisaje patrio. La moral católica, tan estricta en lo formal y tan hipócrita en lo real, sigue moviéndose por nuestras tripas. Políticos y obispos han ido gravando en la sociedad un clericalismo rancio donde lo importante son las apariencias. Pero la auténtica víctima de tanta represión ha sido la mujer, mientras las necesidades del hombre y los desahogos para satisfacerlas siempre se han comprendido y admitido en silencio.