El niño lloraba desconsoladamente cuando el padre entró en la habitación:
-¿Qué te pasa, cariño?
-¡Mi almohada! ¡No está!
Y, claro, sin su almohada no podía dormir. De hecho, sin su almohada no iba a ningún sitio.
El padre echó un vistazo alrededor y no tardó en verla: al parecer, la madre la había puesto en alto al recoger la habitación y se le olvidó bajarla. Guiñándole un ojo, lo cogió de la cintura y lo llevó volando hasta donde estaba para que pudiera verla y cogerla: fue como si la habitación se iluminara, los ojos del niño irradiaban luz, la sonrisa no le cabía en la cara.
Su padre lo bajó poco a poco, planeando por la habitación, a niño y almohada, risas en vez de lloros. Una vez en el suelo, el niño rodeó el cuello de su padre:
-Te quiero, papá.