Maldito mes

Cada primero de enero, la ciudad se despereza con un crujido. Las calles se estiran como si estuvieran hechas de goma y el camino a casa se vuelve interminable. La gente se asoma a los balcones con miedo a pronunciar sus propósitos, porque saben que cada promesa rota ensancha las aceras y agranda los parques un poco más.

A medianoche, un silencio expectante cae sobre las avenidas. Nadie quiere ser culpable de estirar la ciudad un centímetro más. Pero, al amanecer, los remordimientos flotan en el aire como pompas de jabón y, al explotar, expanden la urbe otro palmo. Nadie se atreve a culpar a enero, pues en realidad no tiene la culpa, aunque todos susurran:

“maldito mes”.