A los cinco años, Claudia levantó el coche de su padre para salvarlo. A los diez, detuvo un tren con sus manos. A los diecisiete, la llamaban heroína mundial.
—Eres un milagro —le dijeron los medios.
—La salvación de la humanidad —añadieron los gobiernos.
Pero Claudia nunca sonreía. Nadie lo sabía, pero Claudia desaparecía una vez al mes, encerrándose en su habitación y un espejo frente a ella. Esa noche, lo hizo de nuevo. Desnuda ante el cristal, observó los surcos oscuros que se extendían por su piel. Eran grietas finas, pequeñas, que no estaban allí antes. Cada hazaña las profundizaba. Cada vida salvada cobraba su precio.
Miró su reflejo por última vez y tocó la superficie helada. Una grieta más apareció en su rostro. Luego otra. Y otra.
—¿Lo sabes, verdad? —susurró su reflejo, señalando las grietas que profundizaban con cada sacrificio.
Claudia bajó la mirada y asintió.