Explicar el error y el horror

Sí, deberíamos leer a Hitler.

No hace mucho tiempo estuvo en portada una noticia sobre cierto diputado que acusaba a los malvados ecologistas de defender que los ríos deben desembocar en el mar. Según su ilustrada opinión, si el Ebro tira agua al mar, constituye un desperdicio.

Como es natural, tanto como el ciclo del agua, los meneantes con un mínimo de cultura se echaban las manos a la cabeza. De entre los comentarios, uno me llamó la atención, porque tocaba uno de mis temas favoritos de forma tangencial:

La promoción que le están haciendo, virgen santísima, cuando es un tío del que no había que mencionar ni para cagarse en sus muertos… Y vamos a discurso diario y completos… Y se supone que esto es “combatir el fascismo”… Mañana saco una edición de un libro de Hitler para que todo el mundo vea las cosas que escribía y así “combato el fascismo”.
Es un debate muy viejo y yo sostengo exactamente la posición contraria. Las barbaridades ideológicas hay que exponerlas públicamente y explicar por qué son inaceptables. De hecho creo que no se explica suficientemente el nazismo y es por ello que no se le ha combatido efectivamente.
Buscan atención, visitas, que le hagas casito y tú caes en su trampa y le haces caso. La barbaridad diaria no es porque sea un mamahostias, que lo es, es porque es la mejor forma que ese asunto se haga viral y cree debate y acapare la atención mediática, así no caben otros temas. Esta gente no es imbécil, ellos tienen su teatro y esperan a su público. Puedes elegir ser su público o no. Además estos no son de misa diaria como Francisco Camps, que como buen español sale absuelto porque el caso prescribe, no porque no sea culpable.

La posición de mi interlocutor es totalmente razonable y bastante común. Tanto que parece ser la más habitual. Sin embargo, y con todos mis respetos, disiento.

Voy a citar un texto de Irene Vallejo que se puede disfrutar en El infinito en un junco:

La maravillosa y perturbadora Flannery O’Connor escribió que quien «solo lee libros edificantes está siguiendo un camino seguro, pero un camino sin esperanza, porque le falta coraje. Si alguna vez por azar leyera una buena novela, sabría muy bien que le está sucediendo algo». Sentir cierta incomodidad es parte de la experiencia de leer un libro; hay mucha más pedagogía en la inquietud que en el alivio. Podemos hacer pasar por el quirófano a toda la literatura del pasado para someterla a una cirugía estética, pero entonces dejará de explicarnos el mundo. Y si nos adentramos por ese camino no debería extrañarnos que los jóvenes abandonen la lectura y, como dice Santiago Roncagliolo, se entreguen a la PlayStation, donde pueden matar a un montón de gente sin que nadie ponga problemas.
Tengo ante los ojos un último artículo de prensa. Resulta que, en la Universidad de Londres, el sindicato de estudiantes de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos exige que desaparezcan del programa filósofos como Platón, Descartes o Kant —⁠por racistas y colonialistas⁠—.

Supongo que la objeción evidente a lo apuntado es si se debería incluir, por ejemplo, a Mein Kampf, entre la categoría “literatura”. Sin embargo, el debate no es ese. La cuestión es si consideramos que hacemos el bien quitando el altavoz a quienes, desde el presente o desde el infierno de la historia, alzan su voz para proclamar lo que consideramos horrores o maldades.

Desde el punto de vista que defiendo, la actitud correcta es combatir la información dañina con otra de signo contrario. ¿Y qué puede ser más contrario a un argumento que otro que explique por qué está equivocado? Si nos centramos en ideas consideradas malvadas, como la gente civilizada hace con el nazismo, la estrategia que consiste en censurar a sus propagandistas puede tener la consecuencia contraria a la deseada. Si se desea combatir al fascismo, lo que se debe hacer es explicar en qué consiste, en qué falla, qué efectos perniciosos tiene y qué peligro representa si se abraza como ideología. Para ello es necesario ir a los textos de sus defensores, educar mediante el argumento, no mediante el silencio. ¿Acaso no le estamos ofreciendo una inmejorable defensa al propagandista del horror al darle la posibilidad de presentarse como una víctima de la censura? ¿Acaso no es esa, precisamente, la estrategia que siguen ciertos difusores de bulos? ¿No es más efectivo señalar con el dedo a quien miente y explicar por qué?

Tal vez nos falte la pieza clave de esta argumentación: silenciar siempre es más fácil, rápido y económico que contrargumentar. La ley del mínimo esfuerzo suele cumplirse. También la del miedo, pues en el fondo parece temerse que el rival sea más hábil de lo que esperamos.

Es por ello que, volviendo al texto de Irene Vallejo, vemos que podemos acabar por censurar a Platón antes que mostrar la parte tenebrosa de su pensamiento. Karl Popper o Bertrand Russell lanzaron duras valoraciones sobre parte del pensamiento del filósofo griego, tachándolo de enemigo de la libertad y de antecedente del totalitarismo. Resulta más práctico, en temas de economía de esfuerzo, tratar solo las partes que consideramos positivas de su pensamiento, como se hace en el sistema educativo español, u optar por la hoguera de la censura, como suelen hacer nuestros hermanos anglosajones, siempre más propensos al linchamiento.

Por último, y espero que se me perdone la desfachatez de citarme a mí mismo, copio un fragmento de La verdad se equivoca, ensayo que compartí con cualquier meneante que tenga a bien perder su tiempo con él:

En definitiva, este movimiento que trata de modificar el pasado para ejercer justicia en el presente, o para proteger a quienes puedan ofenderse, consigue justamente lo contrario de lo pretendido. El problema de base es el analizado a lo largo de este ensayo. La reificación de las ficciones sociales y su posterior tratamiento como sujetos de derecho; el uso del discurso histórico como herramienta de manipulación social, el uso identitario e ideológico de la historia, etc. De este modo se llega a prácticas tan absurdas como modificar el texto de una obra literaria para adaptarlo a un lenguaje supuestamente no dañino. Un buen ejemplo es la polémica suscitada cuando una nueva edición de Tom Sawyer y Huckleberry Finn reemplazó la palabra «negro» por «esclavo». En concreto se trataba del término nigger que en el ámbito anglosajón es actualmente un grave insulto. La cuestión es que si un autor escribió utilizando exactamente esos términos, ¿hemos de modificar el texto (que es también una fuente histórica) para que los lectores del presente no se sientan ofendidos? Quienes defienden este incorrecto tipo de justicia histórica lo hacen desde una bienintencionada empatía y un loable antirracismo, pero también desde una perspectiva equivocada. Se emplean argumentos del tipo «es muy fácil hablar cuando nunca se ha sufrido discriminación en propias carnes, porque no se conoce, pero intentad tener un poco de empatía y poneros en la piel de un niño negro leyendo en alto para sus compañeros palabras despectivas como, en ese caso, nigger». Desde esta perspectiva se deberían expurgar todas las bibliotecas y toda la producción cultural desde el inicio de la escritura. Al fin y al cabo, autores tan respetados y tan alejados en el tiempo como Aristóteles llegaron a afirmar que una prueba de la inferioridad biológica de las mujeres es que incluso tienen menos piezas dentales que los hombres. Sería una tarea tan titánica como nociva y estúpida. Pensemos en como «arreglar» el poema del Mío Cid y versos como «Los moros yazen muertos, de bivos pocos veo; los moros e las moras vender non los podremos». Sería bastante difícil buscar un grupo al que nos podamos asignar y que no haya sido vilipendiado por otros. Por ejemplo, ¿es usted español? Pues exija eliminar, o modificar hasta hacer irreconocibles, toda la literatura y el cine anglosajón que nos presenta como unos fanáticos papistas, como una raza inferior de sanguinarios morenos que solo es útil como presa de virtuosos piratas defensores de la libertad, pues podemos sentirnos ofendidos al contemplar tales obras. Tal vez lo más sensato no sea eliminar las huellas de las ofensas y de las injusticias, sino tener una relación sana con la historia, que es lo que este ensayo propone.