Sería surrealista si no fuese trágico: en muchas instituciones, en casi todas, seguimos a vueltas con el conflicto de intereses, es decir, con la capacidad de ciertas personas para decidir a nivel público sobre asuntos que les afectan directamente a nivel privado.
Y es que la cuestión no es tan fácil como parece. A uno, a primera vista, lo que le sale de dentro es pedir que las personas interesadas a nivel particular cobre un asunto se inhiban en esos temas, para que no arrimen el ascua a su sardina, introduzcan gateras y puertas traseras en las leyes por las que puedan luego escapar los suyos, y nos esquilmen a todos con legislación, normas o regulaciones que beneficien a las empresas y perjudiquen al ciudadano.
Eso a primera, vista, vale, porque parece lo más prudente. No es normal, como se habla en este artículo, que un tipo que tiene una importante vinculación con una multinacional de los lácteos decida sobre ese tema en la Polític agraria común.
Pero ahora vamos a ver la cara B del asunto, o a jugarlo con negras, como suelo decir yo, empedernido aficionado al ajedrez.
¿Y para legislar o decidir cualquier cosa no será mejor tener a gente que sepa del asunto? ¿No será preferible que las normas y las regulaciones las creen personas que saben de qué puñetas va la realidad de ese tema? ¿Podemos encargarle las normas urbanísticas a un arquitecto, o es mejor que las haga un pescador para evitar el conflicto de intereses? ¿Somos así de brutos?
Ni conviene que los lobos cuiden las ovejas, ni conviene llevarlas pastar a los océanos porque un marinero ha creado la normativa de forrajes. La cuestiíon, me temo, es cómo encontrar eol término medio.
Yo creo que intereses siempre hay, y posibilidad de que vuelen sobres, también. Así que, como la ignorancia no estorba la corrupción, prefiero obviar el conflicto de intereses y que las cosas las decidan los que las conocen. Pero soy consciente del peligro.