A veces, los cismas son como los sustos: no se les ve venir. El último episodio de este tipo, protagonizado por una decena de monjas clarisas de los conventos de Belorado y Orduña, ha pillado por sorpresa a propios y extraños. El conflicto, al parecer, viene de lejos, aunque no lo sabíamos, y hunde sus raíces en una disputa inmobiliaria que se ha ido enredando y envenenando con el tiempo hasta terminar como el rosario de la aurora. Y tanto, porque las hermanas, tras culpar a la jerarquía eclesiástica de estorbarles la compraventa del monasterio de Orduña, han tomado la decisión drástica, inducidas -¿o no?- por terceros, de abandonar la Iglesia católica para someterse a la tutela y jurisdicción de la Pía Unión Sancti Pauli Apostoli, simulacro de iglesia preconciliar, de cuño personalísimo, organizada en torno a un personaje que se proclama obispo sin serlo.
No deja de ser curioso, o chocante, que las clarisas de Belorado, y las de Orduña, hayan recorrido en su empeño rupturista el camino inverso al que anduvo en su día San Francisco, santo de cabecera de la orden desde que santa Clara siguiera su ejemplo. Mientras San Francisco viajó a Roma, entonces un villorrio sin acentos renacentistas ni galanuras barrocas, para buscar que el Papa Inocencio III aprobase su regla de vida mendicante, nuestras monjas clarisas, ocho siglos y pico después, se olvidan de aquel empeño y vuelven sus pasos sobre los del santo con el propósito expreso de romper la comunión con la Iglesia católica, apostólica y romana. Ni reglas ni arreglos.
En este camino tortuoso del cisma se atisban, además, según dije al principio, intereses -o preocupaciones económicas, si se prefiere- que ponen en solfa aquel espíritu de pobreza que anhelaban tanto San Francisco como Santa Clara. No quiero imaginar que hubieran pensado ellos de las disputas de las hermanas en torno a asuntos tan mundanos como la propiedad de algunos bienes raíces. Probablemente hubiesen sufrido un soponcio, o una apoplejía, o un jamacuco, o un parraque por el estilo. Ha llovido mucho desde que il Poverello d’Assisi, fundase su orden en la porziuncola sobre una iglesita de reducidísimas dimensiones y arquitectura más que humilde. Un poquitín menos desde que Santa Clara se recluyera en San Damiano, convento prestado que distaba mucho, pero mucho mucho, de resultar medianamente confortable. A ninguno de los dos les hizo falta declarar patrimonio para ganarse un sitio a la diestra del Padre; ambos murieron pobres, magros y en olor de santidad. Pero, en los tiempos que corren, ya no estilan aquellas alegrías medievales de la pobreza sin paliativos, con noches sobre jergón de paja, que allanaban el camino del Cielo.
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