He escrito esto mismo en forma de relato, pero ahora , que iba a ponerlo aquí, no doy con él. Por antiguo, porque se perdió en una mudanza de ordenadores, o porque no se titula como yo creo, y tengo cosa de quinientos o seiscientos relatos escritos.
El caso es que hace años, como veintitantos, conocí al gerente de la cafetería de los juzgados y me hizo una observación que, por sí sola, podría servir para un tratado sociológico.
En la cafetería, como en todas partes, hay unas mesas mejores que otras. Con más luz, más lejos de los baños, más amplias, lo que sea. Y hay otras peores, que sufren las molestias de los que pasan, te arrinconan, llevan a malos olores o a cualquier otra desventaja imaginable. Hay mesas mejores que otras, y todo el mundo lo sabe.
Pues según el gerente, que ya iba conociendo a la gente que iba por allí, y que escuchaba retazos de converasaciones al ir a servir cafés y pinchos de tortilla, porque era un gerente que también curraba al pie del cañón, siempre, invariablemente, las peores mesas se las quedan las familias y los amigos de las víctimas, nunca los allegados de los delincuentes.
A lo mejor es cierto aquello que escribí en otro sitio de que ser víctima es un estigma que te marca. O que nos regimos por reglñas más complejas y animales de lo que queremos reconocer.
En todo caso, da para una reflexión. Y no muy optimista, por cierto.