"Yo había ido a parar, más o menos por casualidad, a la única comunidad relativamente grande de Europa occidental en la que la conciencia política y la falta de fe en el capitalismo eran más corrientes que lo contrario.
Allí, en Aragón, uno se encontraba entre decenas de miles de personas, muchas de ellas, aunque no todas, de origen obrero, que vivían al mismo nivel y se relacionaban de forma igualitaria.
En teoría era una igualdad total, e incluso en la práctica le faltaba poco para serlo. En cierto sentido, puede decirse que allí se paladeaba un anticipo del socialismo, y me refiero a que el clima predominante era el del socialismo. Muchos de los comportamientos corrientes en la vida civilizada —el esnobismo, la codicia, el miedo al patrón, etcétera— sencillamente habían dejado de existir.
La habitual división en clases de la sociedad había desaparecido hasta un punto casi inimaginable en la Inglaterra contaminada por el dinero; allí no había nadie más que los campesinos y nosotros, y nadie era el amo de nadie. Por supuesto, semejante estado de cosas no podía durar. Era solo una fase temporal y muy localizada de una enorme partida que se está jugando en todo el planeta. Pero duró lo suficiente para dejar huella en todos los que la vivimos. Por mucho que maldijéramos aquella época, después uno se daba cuenta de que había participado en algo extraño y valioso.
Había formado parte de una comunidad en la que la esperanza era más normal que la apatía o el cinismo, en que la palabra camarada aludía a la verdadera camaradería y no, como en la mayoría de los países, a una mera farsa. Había respirado los aires de la igualdad."