Erase una vez un pequeño pueblo nómada que supo entender, domar y ser dueño del árido desierto del Sahara, este pueblo se movía siguiendo la lluvia haciendo de las nubes su único guía hacia un nuevo destino, en el camino cada pozo era un tesoro, una estación donde celebrar la libertad y el reencuentro con otros nómadas, intercambiaban noticias y acontecimientos, daban de beber a sus camellos y llenaban sus cantimploras naturales para continuar el viaje.