Sexo, mentiras y cientos de millones

La monarquía fue una de las cargas que impuso la élite político militar franquista para permitir la transición hacia un régimen democrático. No fue la única carga, evidentemente, pero sí la más emblemática. Con el proclamado rey de España se traspasaba, sin solución de continuidad, la legitimidad en la jefatura del estado del dictador a la naciente democracia surgida de la constitución del 78.

No es asunto baladí ocultar tan aciago origen, sobre todo teniendo en cuenta que se sabía entonces que los españoles estaban mayoritariamente en contra de la monarquía. Tras lograr la aquiescencia de los dirigentes de las principales fuerzas políticas que supuestamente representaban a la oposición democrática, la maquinaria mediática se puso inmediatamente en marcha para embaucar a la plebe. El objetivo era doble; por un lado, exhibir a la familia real como un modelo de comportamiento cívico y moral que, milagrosamente, había renunciado a todos los hábitos corruptos del régimen franquista en los que el rey se había educado desde su infancia; y por otro, presentar la institución monárquica como la única capaz de unir en torno a ella a todos los españoles, independientemente de su clase social o territorio de nacimiento.

 Durante un tiempo toda la maquinaria del engaño pareció funcionar, bien engrasada por corifeos mediáticos que propagaban amañados elogios y alabanzas. Pero a todo cerdo le llega su san Martín y las noticias de fugaces amoríos, que inicialmente parecían intrascendentes, se convirtieron pronto en un reguero de mentiras y amantes, aderezado con turbios asuntos de comisiones y regalos cuyo importe ya se cuenta por cientos de millones de euros. Acabamos de tener conocimiento del último capítulo, de 1,7 millones de euros, a través del sumario que un fiscal suizo está elaborando. Y todo parece indicar que vendrán más revelaciones. La imagen de familia modélica ya ha caído estrepitosamente y no tiene visos de recuperarse.

Queda aún la supuesta imagen de la monarquía como garante de la indisolubilidad de la nación española, un encargo directo de Franco a su sucesor, y que es visto por la derecha política como irrenunciable. El tiempo se ha encargado también de derrumbar este frágil castillo de naipes. La incapacidad de la clase política española, particularmente la derecha, de resolver el conflicto territorial ha llevado a un uso partidista de la monarquía en este conflicto que ha hecho saltar su supuesta neutralidad y capacidad de arbitraje. El momento decisivo fue el mensaje del actual rey el 3 de octubre de 2019 interviniendo en el conflicto catalán. Desde ese momento, la monarquía perdió toda posibilidad de ser vista como un actor neutral en ese conflicto. Los resultados que se obtienen en los escasos sondeos que se conocen sobre la monarquía en España confirman que la inmensa mayoría de catalanes y vascos valoran muy negativamente al actual rey Felipe ( y en otras comunidades como Galicia, Navarra y Valencia, las notas obtenidas son también negativas).

El problema para la monarquía se agranda pues los resultados en los sondeos confirman que el sentimiento republicano ya empata con el monárquico a nivel del estado, con el agravante de que la valoración de la monarquía cae de nuevo en picado cuando la edad de los consultados disminuye. El tiempo parece correr en su contra.

Sin embargo, a pesar de lo anterior, la estrategia seguida por los defensores del llamado régimen del 78, una vez desechado el rey Juan Carlos y rápidamente sustituido por su heredero varón Felipe, se reduce básicamente a aguantar sin más. Esperan y confían en tiempos mejores. ¿Cuál es la razón de esta estrategia tan simple?

La monarquía es la clave de bóveda del actual sistema político español. Si esta cae, caerían también los privilegios de la iglesia católica, la ley de amnistía que blinda a los criminales de la dictadura franquista, y el sistema constitucional de autonomías que debería dar lugar a un sistema federal más acorde con la realidad plurinacional de este país. Eso lo tenía claro Fernández Díaz cuando, hace unos días, decía: Cuestionar la Monarquía es más letal para España que el coronavirus. Letal para su idea de España, claro.

Y eso lo tenían claro los redactores de la actual constitución, que blindaron su reforma para imposibilitar el rechazo a la institución monárquica, incluso pasando por encima de una posible voluntad mayoritaria del pueblo. El cambio requiere una mayoría de dos tercios en las Cortes, su disolución, convocatoria de nuevas elecciones, y celebración de un nuevo referendo constitucional para instaurar una república.

Es comprensible que el rey y sus seguidores áulicos se sientan tranquilos. Pero quizás no deberían estarlo tanto. El PSOE, que hasta ahora ha sido sostén eficaz de la monarquía, puede comprobar que sus militantes y votantes ya son mayoritariamente republicanos según todos los sondeos conocidos últimamente. Y los partidos de la derecha deberían reflexionar sobre la utilidad de una monarquía aborrecida por catalanes, vascos, gallegos, valencianos, toda la izquierda y por la mayoría de los nuevos jóvenes votantes. Tener rey ya no es la solución, es cada vez más el problema.

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