A veces me imagino por un momento ser un humilde feligrés alemán del siglo XVIII, un aldeano cualquiera, un anónimo, un insignificante. De esos que acudirían religiosamente a la misa dominical. Un campesino preocupado por su cosecha, por sus decenas de hermanos e hijos, por su porvenir, por la muerte que acechaba en cualquier esquina: en simples infecciones o heridas, en plagas, en endodoncias primitivas o en enfermedades venéreas.