Pensaba en ello al sentir la inmarchitable presencia del devastado Kirk Douglas en la última ceremonia del Oscar. Al ver al inmenso secundario Eli Wallach recibiendo en obligado silencio junto a Coppola el homenaje de Hollywood. Y te repites con lógica, sin melancolía barata, que existió un tiempo en el que las estrellas tenían infinito fundamento. Y además, eran actores maravillosos. Transmitían aroma, galanura, estilo, sensualidad, inteligencia, hombría de bien. Es probable que fueran unos impostores o auténticos hijos de puta (Mitchum ...