Pero, si hubiera que buscar un ejemplo clásico de ese tipo de construcciones autodidactas, sin duda habrá que acudir a un cartero francés que vivió entre 1836 y 1924. Atendía al nombre de Ferdinand Cheval y, salvo por ciertos toques de originalidad, o más bien de extravagancia, no parecía destinado a crear nada sorprendente hasta que un día tropezó con una extraña piedra. Bien, lo más seguro es que se trataba de una piedra corriente, pero por alguna razón a Ferdinand le llamó poderosamente la atención