Algunas decisiones en la vida son más difíciles que otras.
En ningún momento paso por mi cabeza contarles mis intenciones a mis amigos de toda la vida, jamás me hubieran entendido. Me hubieran tomado por loco, me hubieran dado la espalda. Por un momento comprendí que jamás fueron verdaderos amigos, de serlo me habrían comprendido, de serlo me habrían apoyado.
Tampoco le dije nada a mi mujer. Al principio pensaba en ella y en que no le haría ningún bien, luego comprendí que realmente era lo mejor. Lo mejor para todos. También lo mejor para ella.
Y no fue fácil, las convicciones de toda una vida se desmontaban, pero tenía claro que este era el camino. En este momento y lugar de mi vida no tenía alternativa.
Necesite esperar al domingo, cuando todavía era temprano, mientras ella dormía. Sali de la cama sin hacer ruido. Tomé las llaves del coche y me dirigí al punto donde debía hacerlo. De camino imaginaba el desconcierto que alcanzaría a mi mujer cuando lo descubriera, pero estaba seguro de que finalmente lo entendería.
Llegue allí, la providencia quería que ocurriera en ese lugar donde había pasado tantos ratos de mi infancia. La sensación fue extraña. Era un sitio dónde pase tan buenos, pero también tan malos momentos. Todo parecía cambiado, distinto. Como si todo el tiempo que allí pase alguna vez hubiera sido un sueño muy lejano.
Decido atravesé el umbral para llegar hasta el rincón a donde lo haría, lo tenía todo preparado de antemano, debajo de la chaqueta llevaba todo lo que necesitaba. Y lo hice, vaya si lo hice, saque aquellos sobres de mi bolsillo y deposite mi voto al partido de Santiago Abascal.