Que la brecha de género existe no se puede negar. Que las medidas tomadas hasta ahora han sido insuficientes, tampoco. Por más que se ha intentado avanzar en el camino de la igualdad mediante inversiones, leyes o campañas de concienciación, los hechos son tozudos y nos muestran una sociedad donde todavía demasiadas leyes y costumbres castigan a las mujeres por el mero hecho de serlo.
La solución, probablemente, pasaría por adaptar el concepto mismo de democracia a la perspectiva de género.
¿Para qué adaptar las leyes y los reglamentos, trabajosamente, de uno en uno, dando poder al heteropatriarcado para adaptarse y reaccionar, cuando se podría generar un ámbito global que favoreciese de veras las políticas de género? ¿Para qué conformarse con lo local pudiendo enforcar el esfuerzo a lo global?
El procedimiento es simple: ¿Por qué no darle un valor superior al voto de las mujeres en las elecciones? No es necesario que la diferencia sea enorme. Basta con un 20% por ejemplo. El voto de un hombre val 1, y el de una mujer 1,2.
Es simple, limpio y eficaz, porque de ese modo se generaría entre los políticos un importante incentivo para satisfacer las demandas de las mujeres. Y a todos los niveles: nacional, regional y municipal. Con ese sistema, cualquier político sabría que ignorar a las mujeres equivaldría a su muerte electoral, y las medidas de género avanzarían, ahora sí, de una manera enérgica, rápida y decidida.
Por la simple fuerza de la aritmética. Por el simple valor sociológico de los incentivos. Por la lógica de hacer, de una vez, y con eficacia, lo que se está haciendo por partes y sin resultados que valgan la pena.
Porque si hay voluntad, es posible. ¿Qué lo impide?