Cuando los independentistas catalanes convocaron una butifarrada festiva para reivindicar su lucha, un sector vegano protestó al tratarse de una comida con carne que no contemplaba su dieta. Existe un movimiento, los antinatalistas, que, indignados ante el «capitalismo terrible y despiadado» que vivimos, propugna no luchar política y organizadamente, sino no tener hijos para así acabar con la especie humana. Cuando el periodista Antonio Maestre usó el titular «Mierda animal sobre los restos de las víctimas» para denunciar que en un pueblo de Granada habían instalado un establo de ganado sobre las fosas que podrían albergar más de 2000 represaliados por el franquismo, algunos lectores le acusaron de «especista», es decir, de discriminación a los animales por considerarlos especies inferiores.
¿Estamos insinuando que no debemos respetar a estos grupos? Por supuesto que no. ¿Estamos planteando que sus reivindicaciones son incompatibles con las movilizaciones originales? Pues quizá sí si la diversidad se convierte en una competición de protagonismos en detrimento de luchas y causas que deberían ser más unitarias. Y de eso trata el libro La trampa de la diversidad, de Daniel Bernabé.
Desde los años sesenta vivimos un repliegue ideológico en el que hemos ido abandonando la lucha colectiva para entregarnos a la individualidad. El gran invento de la diversidad es convertir nuestra individualidad en aparente lucha política, activismo social y movilización. La bandera deja de ser colectiva para ser expresión de diversidad, diversidad hasta el límite, es decir, individualidad. En inglés, unequal quiere decir «desigual». Los hombres y mujeres que luchaban por una sociedad más justa combatían la desigualdad. El nuevo giro, que denuncia Daniel Bernabé, es que «unequal» también significa «diferente». Ahora se reafirma y reivindica la diferencia sin percibir que, tras ella, podemos estar defendiendo lo que siempre combatimos: la desigualdad, unequal. Bernabé nos explica:
Margaret Thatcher supo conjugar ambas acepciones y confundirlas, transformar algo percibido por la mayoría de la sociedad como negativo, la desigualdad económica, en una cuestión de diferencia, de diversidad. Ya no se trataba de que fuéramos desiguales porque un sistema de clases basado en una forma económica, la capitalista, beneficiara a los propietarios de los medios de producción sobre los trabajadores, sino que ahora teníamos el derecho a ser diferentes, rebeldes, contra un socialismo que buscaba la uniformidad.
El neoliberalismo ha estado décadas reivindicando el derecho a la diferencia y a la individualidad, frente a lo que ellos llamaban la uniformidad colectivista y socialista, que tanto rechazaban. En cambio, la izquierda entendía que, frente a la individualidad, la desigualdad, la diferencia, había que esgrimir la lucha colectiva (o nos salvamos todos, o no se salva ni Dios), que la unidad nos hace fuertes, que nadie se debe quedar atrás, que queremos derechos para todos, que los convenios laborales son colectivos y no contratos individuales. Ahora, dice Bernabé, «nuestro yo construido socialmente anhela la diversidad pero detesta la colectividad, huye del conflicto general pero se regodea en el específico».
Parece que más que buscar a tus iguales para sumar fuerzas, intentamos buscar nuestras diferencias para afirmarnos según lo que comemos, lo que deseamos sexualmente, a quien rezamos, con lo que nos divertimos, cómo nos vestimos. Somos veganos, budistas, pansexuales, naturistas, friganos, antinatalistas… No se trata de no respetar esos estilos de vida, bien claro lo deja Bernabé, sino de advertir de la simbiosis entre esas competencias en el mercado de la diversidad y el neoliberalismo:
El proyecto del neoliberalismo destruyó la acción colectiva y fomentó el individualismo de una clase media que ha colonizado culturalmente a toda la sociedad. De esta manera hemos retrocedido a un tiempo premoderno donde las personas compiten en un mercado de especificidades para sentirse, más que realizadas, representadas.
Todo ello a costa de abandonar nuestro sentimiento de clase y, por tanto, las luchas colectivas que pasan a un segundo plano para ser absorbidas por esas identidades. Owen Jones ya advertía cómo en el Reino Unido la izquierda se había entregado a las reivindicaciones identitarias de las minorías en nombre de la diversidad y la tolerancia, todo con especial atención al lenguaje y las formas, pero sin prestarlo a las necesidades sociales de la clase trabajadora, concepto que desapareció en la división de razas, religiones y culturas. Como consecuencia, el sector trabajador blanco y protestante, en lugar de buscar su igual de clase entre las otras razas y religiones, se vio despreciado por la izquierda multicultural y terminó en manos de quienes se dedicaron a aplaudirles su raza y su religión: la ultraderecha.
Daniel Bernabé nos precisa que la «diversidad puede implicar desigualdad e individualismo, esto es, la coartada para hacer éticamente aceptable un injusto sistema de oportunidades y fomentar la ideología que nos deja solos ante la estructura económica, apartándonos de la acción colectiva». En este libro nuestro autor nos desvela lo que llama «la trampa de la diversidad: cómo un concepto en principio bueno es usado para fomentar el individualismo, romper la acción colectiva y cimentar el neoliberalismo».
De hecho el uso y abuso que de la diversidad está haciendo el mercantilismo es espectacular. Así, una mera tienda de juguetes eróticos consigue un reportaje titulado como «Una eroteca vegana, feminista, transgénero y respetuosa con la diversidad relacional y corporal» (Eldiario.es, 22 de marzo de 2016). En la Semana de la Moda de Nueva York una casa de diseño presentaba «una transgresora propuesta», según calificaba la prensa; un mensaje de «diversidad y tolerancia», en palabras de la empresa. En su nota de prensa afirmaba que su objetivo era que «todas las diferencias, incluso si no se comprenden completamente o no se está de acuerdo con ellas deben ser toleradas; todas las criaturas merecen espacio bajo el sol». Quería trasladar con su propuesta «el deseo individual de transformarse y convertirse en la mejor versión de uno mismo». ¿Y qué presentaba tras su canto a la transgresión, la tolerancia y la diversidad? Pelucas para vaginas. No, no es una errata de imprenta lo que ha leído. La firma Kaimin presentaba en Nueva York unas pelucas que simulan vello púbico desfilando a la vez que se proyectaban vídeos con imágenes de diversas vaginas (El Español, 20 de febrero de 2018).
Un anuncio de Benetton presentará imágenes de personas de diferentes razas, eso sí, todos jóvenes, guapos, limpios y bien alimentados. La diversidad nunca es de clase. En un reportaje sobre las elecciones estadounidenses los reporteros nos explicarán la diferencia de comportamiento para votar entre los hombres y las mujeres, entre los protestantes y los musulmanes, entre los blancos, afrodescendientes y latinos; pero no se pararán a exponer la diferencia de voto entre los directivos de Wall Street y los estibadores del puerto de Nueva York. En nuestras series de televisión vemos un emigrante, un gay, un vegetariano… y, con ellos, toda la conflictividad cotidiana presentada de forma banal, pero nunca aparece uno de los protagonistas volviendo del trabajo indignado porque su jefe no le paga las horas extras o porque ese mes lleva encadenados cinco contratos de dos días de duración. No existe la clase trabajadora, y menos todavía el conflicto social de clase. Pero la serie será percibida como progresista porque nos ha presentado y ensalzado la diversidad como baluarte de pluralidad, tolerancia y vanguardia ideológica. De ahí que pidamos presencia de mujeres, emigrantes, LGTB y jóvenes en un debate televisivo sin plantearnos si todos los elegidos tienen el mismo ideario. Si repasamos los titulares de un periódico de línea progresista descubriremos que las noticias y conflictos en torno a la diversidad tienen más presencia que las noticias referentes a las injusticias materiales. El conflicto mediático y político gira en torno a una drag queen en el carnaval; unas Reinas Magas en la cabalgata; una discusión sobre la llegada de refugiados, sin explicar el origen de su guerra; o la situación de los cerdos en una granja, mientras ignoramos la explotación que sufren los trabajadores de ese mismo lugar.
Todo eso tiene su correlación en el comportamiento de los políticos y de los votantes. La política se convierte en un supermercado donde lo que vende es el envase en lugar del contenido. Los candidatos y los proyectos pierden el contenido y se uniformizan para intentar pescar todos en el caladero de la clase media. Empezamos vaciando de significados la política para competir en el mercado de las preferencias ciudadanas. Así, Theresa May lucía un brazalete de Frida Kahlo porque mola como símbolo feminista (cuando en realidad era comunista), Barack Obama aparece en un icónico cartel a modo de plantilla de arte callejero y la izquierda española lanza GIF de gatos en Twitter.
Por su parte, la clase media, en realidad la mayoría de las clases, ansía diferenciarse del resto, reafirmándose en su identidad. Nada mejor para ello que una oportuna oferta de diversidades, inocuas para el capitalismo, individualistas y competitivas entre ellas cuando buscan presencia en los medios, reconocimiento de los políticos y significación social. Como señala el autor, los ciudadanos reniegan de participar en organizaciones de masas donde su exquisita especificidad se funde con miles para luchar por un programa electoral global, «temen perder su preciada identidad específica, que creen única». El mercado de la diversidad y su aparato ideológico les ha hecho creer que son tan exclusivos, tan singulares que no pueden soportar la uniformidad de una disciplina unitaria de lucha social por un objetivo global. Basta ver en los perfiles de Twitter que, cuanto más políticamente incorrecto se autocalifica un usuario más retrógrada suele ser su ideología.
Bernabé también nos habla del auge de la ultraderecha. Tal como ya indicamos anteriormente en el razonamiento de Jones, mientras «la izquierda secciona a los grupos sociales intentando dar protagonismo a todos los colectivos que pugnan en ese mercado identitario», la ultraderecha construye grupo en torno al discurso de la honradez, la decencia y la invasión del diferente.
Guy Debord alertó en 1967 de que vivíamos en la sociedad del espectáculo. Pasolini, a principios de los setenta, auguraba que el culto al consumo lograría una desideologización que nunca consiguió el fascismo. En 1985, Ignacio Ramonet acuña el término «golosina visual» para referirse a los mecanismos de seducción de los medios audiovisuales. Todas esas agoreras previsiones en su momento resultaron revolucionarias, el tiempo les ha dado la razón y ahora son aceptadas sin discusión. En este libro Daniel Bernabé nos trae otra: la trampa de la diversidad, que se une a las anteriores con el objeto de seguir desmovilizando, o mejor dicho, movilizando con humo, a la izquierda y la clase trabajadora. Qué término tan extraño ya, ¿verdad?, clase trabajadora. Una columna suya sobre este tema escrita en la revista La Marea me cautivó hasta el punto de plantearle la posibilidad de desarrollar el asunto a lo largo de un libro. No imaginaba que nos podría sorprender con estas clarificadoras ideas presentadas con tanto respeto hacia las minorías como contundencia en sus argumentos.
Introducción de Pascual Serrano.
La trampa de la diversidad. Daniel Bernabé.