No querría yo que alguien que reflexionara sobre el mezquino origen del honor se quejara de ser engañado y convertido en propiedad por políticos astutos, sino que todos admitieran que los gobernantes de las sociedades y los que están en puestos encumbrados son más víctimas del orgullo que cualquiera de los demás. Si algunos grandes hombres no tuvieran un orgullo superlativo, y todo el mundo apreciara el justo gozo de la vida, ¿quién querría ser lord Canciller de Inglaterra, Primer Ministro de Francia, o lo que da más fatiga aún y ni siquiera la sexta parte del provecho de estos dos puestos, Gran Pensionario de Holanda?[391]. Los servicios recíprocos que todos se hacen entre sí son los cimientos de la sociedad. No se aplaude gratuitamente a los grandes sin alcurnia; pues, la merezcan o no, es para despertar su orgullo y excitarlos a acciones generosas para lo que elogiamos su estirpe; y hombres hubo que fueron festejados por la grandeza de su familia y el mérito de sus antepasados, cuando en toda su generación no podríais encontrar más de dos individuos que no fueran celosos necios, idiotas fanáticos, insignes poltrones o corrompidos explotadores de meretrices. Es proverbial que el orgullo, inseparable de los que poseen títulos, suele obligar a éstos a esforzarse, por no parecer indignos de ellos, como la ambición de alcanzarlos hace industriosos e infatigables a los que quieren merecerlos. Cuando un caballero llega a ser barón o conde, el acontecimiento viene a ser para él, en muchos sentidos, una especie de freno, como la toga o la sotana para el estudiante recién ordenado.
La fábula de las abejas. Bernard Mandeville.