En todo idioma culto hay un cierto número de palabras que permanecen envueltas en un profundo misterio: «hado», «fatalidad», «azar», «predestinación», «destino». No hay hipótesis, no hay ciencia que pueda expresar la emoción que se apodera de nosotros cuando nos sumergimos en el sonido y significación de dichos vocablos. Son símbolos y no conceptos. Constituyen el centro de gravedad de esa imagen del mundo que he llamado el universo como historia, a distinción del universo como naturaleza. La idea del sino requiere experiencia de la vida, no experiencia científica; vigor intuitivo, no cálculo; profundidad, no ingenio. Hay una lógica orgánica, una lógica instintiva de la vida, segura como un ensueño y opuesta a la lógica de lo inorgánico, de la inteligencia, de lo intelectual. Hay una lógica de la dirección, opuesta a la lógica de la extensión. Ningún filósofo sistemático, ningún Kant, ningún Aristóteles ha sabido tratarla. Estos pensadores nos han hablado de juicio, de percepción, de atención, de recuerdo; pero nada nos han dicho de lo que hay en las palabras «esperanza», «ventura», «desesperación», «arrepentimiento», «devoción», «obstinación». El que busque aquí, en lo viviente, premisas y consecuencias; el que crea que conocer el íntimo sentido de la vida equivale a fatalismo y predestinación, no sabe lo que esto significa, y confunde la experiencia íntima con la rigidez de lo desconocido y de lo cognoscible. Causalidad es lo que el entendimiento concibe, lo legal, lo expresable, la forma misma de nuestra vigilia inteligente. La palabra «sino» alude, en cambio, a una inefable certidumbre interna. La esencia de lo mecánico queda expuesta claramente en un sistema físico o gnoseológico, en un cálculo matemático, en un análisis por conceptos. Pero la idea del sino no puede comunicarse más que por medios artísticos, como el retrato, la tragedia, la música. La causalidad exige una diferenciación, es decir, una destrucción; el sino es una creación. Por eso el sino se refiere a la vida, y la causalidad a la muerte.
En la idea del sino se revela el anhelo cósmico que atormenta a un alma, su ansia de luz, de ascensión, de cumplimiento, su afán de realizar el propio destino. A ningún hombre le falta por completo la idea del sino. El hombre de las postrimerías, el desarraigado habitante de las grandes ciudades, con su sentido práctico de los hechos, con la coacción que su intelecto mecánico ejerce sobre su visión primitiva, suele perderla de vista, hasta que en una hora profunda resurge ante sus ojos, con una terrible claridad que aniquila todo el causalismo superficial del universo. El mundo, considerado como sistema de conexiones causales, aparece tardía y raramente, solo en el intelecto enérgico de las culturas superiores, como una adquisición más firme, pero, en cierto modo, más artificial. Causalidad equivale a ley. No hay más leyes que las causales. Pero así como el nexo causal es, según Kant, un principio necesario del pensamiento vigilante, la forma básica de su relación con el mundo, así también las palabras «sino», «predestinación», «destino», expresan un principio necesario de la vida. La historia real tiene un sino y no leyes. Se puede prever el futuro; la mirada puede penetrar profundamente en los arcanos del futuro; pero no es posible calcularlo. Hay un ritmo fisiognómico, la facultad de leer toda una vida en un rostro y la historia de pueblos enteros en el cuadro de una época. Pero esa facultad es involuntaria, irreducible a un «sistema», alejada infinitamente de toda «causa» y «efecto».
La Decadencia de Occidente. Oswald Spengler