Pues he visto extraviarse la piedad con demasiada frecuencia. Pero nosotros, que gobernamos a los hombres, hemos aprendido a sondar su corazón para otorgar nuestra solicitud sólo al objeto digno de atención. Pero niego esta piedad a las heridas ostentosas que atormentan el corazón de las mujeres, así como a los moribundos, y también a los muertos. Y sé por qué.
Hubo un tiempo en mi juventud en que tuve piedad de los mendigos y de sus úlceras. Contrataba curanderos para ellos y compraba bálsamos. Las caravanas me traían de una isla ungüentos a base de oro que recosían la piel sobre la carne. Así obré hasta el día en que comprendí que consideraban un lujo raro su pestilencia, al sorprenderlos rascándose y humectándose con fiemo como aquél que estercoliza una tierra para arrancarle la flor purpúrea. Se mostraban uno a otro su podredumbre con orgullo, envaneciéndose de las ofrendas recibidas; pues quien ganaba más, se igualaba ante sí mismo al gran sacerdote que expone el ídolo más bello. Si consentían en consultar a mi médico, era con la esperanza de que su chancro le sorprendiera por su pestilencia y amplitud. Y agitaban sus muñones para tener un lugar en el mundo.
Ciudadela. Antoine de Saint Exupery