Los Estados Unidos, a pesar de todo lo malo que se pueda decir sobre ellos, existen, sin que quepa la menor duda, junto a sus autopistas, sus iluminadas piscinas, sus supermercados y todos sus demás accesorios deliciosamente resplandecientes. Si se lograra inventar un tipo de dicha y bienestar diametralmente opuesto, tendría que ser en el seno de una civilización a la vez heterogénea y —vista en su totalidad— no pobre.
Pero una civilización que respondiera a ese modelo y que al mismo tiempo pasara a ser homogénea es para nosotros algo desconocido. Estaríamos hablando de una clase de sociedad que ya habría logrado satisfacer las necesidades biológicas elementales de todos sus integrantes y, en ese caso, en sus segmentos nacionales, podría empezar la búsqueda de diferentes y diferenciadas líneas de futuro, esta vez libre de presiones económicas.
Sin embargo, si hay algo que podemos afirmar con total seguridad respecto a nuestra propia civilización es que, cuando los primeros emisarios de la Tierra deambulen por la superficie de otros planetas, habrá otros hijos de nuestro globo terráqueo que estarán soñando no con ese tipo de expediciones, sino con un pedazo de pan.