La bolsa

El vaho no le permite ver con nitidez a través de la bolsa a pesar de ser transparente. El calor y la humedad se manifiestan en forma de sudor que nace en la frente y discurre por la cara en varios afluentes para terminar desembocando en el calcetín que tiene metido en la boca, hasta la campanilla. Hace ya tiempo que a Mercedes no le queda fuerza física ni psíquica como para pensar en que va a poder liberarse de la silla de madera en la que está sentada.

[...]

Ya no entra aire, pero aún puede respirar. La bolsa sigue el ritmo de su respiración; se pega a su cara cuando inspira, y se separa cuando espira. Trata de coger aire por la nariz y la boca al mismo tiempo. Ya no escucha la voz, solo el sonido del plástico. Su corazón late a ritmo de réquiem, como queriendo dejarle un buen sabor de boca en la despedida. Mueve la cabeza bruscamente hacia los lados y sus músculos se contraen. Trata de concentrarse en el rostro de Jesucristo para entrar de su mano en el Reino de los Cielos, pero la repentina falta de oxígeno le obliga a abrir los ojos por última vez. Se encuentra con la mirada atenta de quien no quiere perder detalle. Ojos pequeños, negros y afilados… como los suyos.

La bolsa es ya su segunda piel; prácticamente, no se despega de su cara y le tapa los orificios nasales y la boca. No quiere resistirse más, pero su sistema nervioso le niega la alternativa de rendirse. Inconscientemente, exhala con fuerza para tratar de dar la última bocanada de aire. Ya no queda oxígeno. Lo vuelve a intentar justo antes de perder el control de su esfínter. Las convulsiones no le impiden procesar las últimas palabras que oirá:

—¡Que empiece el viaje ya! Adiós, madre.

Se hace el silencio en la estancia. Ni siquiera el aroma del tabaco es capaz de esconder el hedor que ha traído la muerte.

Suena … Y al final, de Enrique Bunbury, pero Mercedes ya no tiene activo ninguno de sus sentidos.

Permite que te invite a la despedida,

no importa que no merezca más tu atención,

así se hacen las cosas en mi familia,

así me enseñaron a que las hiciera yo.

Memento Mori, César Pérez Gellida.