Miss Crane les miraba mientras cantaban. Formaban una orquestina harapienta. De niña aquel himno había sido uno de sus predilectos, y si lo hubieran cantado como lo cantaban los niños ingleses, con acompañamiento de piano o de órgano, como solían hacerlo en la escuela cochambrosa de su padre, es posible que la hubiese embargado un intenso sentimiento, o la añoranza y tristeza por un mundo perdido, un bienestar fenecido, una magia ya lejana. Pero no sintió abatimiento ni tampoco exaltación. Experimentó una incongruencia, una curiosa resistencia ante la idea de subvertir a aquellos niños para que en vez de adorar a sus propios dioses venerasen al dios a quien ella había cantado de joven, pero en quien ya no tenía una gran fe. Pero sintió también una súbita y apasionada estima por ellos. Hambrientos, pobres, desposeídos, fatídicamente en desventaja, le transmitían, no obstante, una impresión abrumadora de ser amados en algún lugar; y solamente podía ser allí, en la ciudad negra. Pero el amor, como sus padres sabían, no era suficiente. El amor solo no podía suprimir el hambre y la indigencia. En la escuela había, en principio, chappattis gratis.
Y entonces a Miss Crane se le ocurrió la idea de que la única excusa que ella o cualquier otra persona de su clase tenía para estar allí, sola, sentada en una silla, con un ramillete en las manos, escuchando una canción dedicada, objeto de la admiración de niños sin instrucción, era que se encontrase allí consciente del deber de promover la causa de la dignidad y la felicidad humanas. Y en ese momento ya no tuvo realmente vergüenza de su vestido ni experimentó un miedo cerval a la escuela ni al olor de las boñigas hirviendo. Las boñigas eran el único combustible accesible, la escuela era pequeña y de aire cargado porque no habían gastado suficiente dinero ni había el suficiente presupuesto para hacerla amplia y ventilada, y su vestido era sólo un símbolo de la posición social que gozaba y de las obligaciones que tenía de no parecer asustada, de no estarlo, de adquirir una gracia personal, una dignidad propia, tanto como pudiese adquirir de ambas, tanto como estuviese a su alcance, para poder erigirse en una prueba viviente de que existía en algún lugar del mundo esperanza de mejora.
La joya de la corona - Paul Scott (1966)