El primer hombre a quien envié a la tumba era mi hermano mayor…, pero no se trataba de un hermano normal. Éramos gemelos, nacidos del vientre de nuestra madre de forma prácticamente simultánea.
Aunque lleva muerto mucho tiempo, su memoria me persigue día y noche. Sueño que camina sobre mi pecho con el peso de una rondada; y después atenaza mi garganta y me asfixia. Durante el día aparece en un muro y clava sus horrendos ojos en mí, o su rostro se muestra en una ventana y me dedica una amarga carcajada. Y el hecho de que fuéramos gemelos, idéntica la mirada y la forma de nuestro cuerpo, iguales, en fin, en todo, era algo que agravaba la situación. Muy poco después de haberlo asesinado, comenzó a aparecérseme cada vez que me contemplaba a mí mismo. Cuando pienso en el pasado, tengo la sensación de que fue la voluntad ávida de venganza de mi hermano la que me llevó a cometer el segundo asesinato, el que me condujo a la perdición final.
Desde el instante en que segué la vida de mi hermano gemelo empecé a tener miedo de todos los espejos. En realidad no solo de los espejos, sino de cualquier objeto que produjera un reflejo. Hice desaparecer de mi casa todos los espejos y los objetos de cristal. Pero ¿qué ganaba con eso? En las tiendas de la calle había escaparates y detrás de ellos se veía el brillo de otros espejos. Cuanto más trataba de no mirarlos, más se me iban los ojos. Y dondequiera que dirigiese la vista, su rostro, su maligno y trastornado rostro, me devolvía la mirada con un puro gesto de venganza; se trataba, desde luego, de mi propia cara.
Edogawa Rampo, "Los gemelos."