Todo había empezado entre las diez y media y las once y cuarto de un lunes 5 de mayo. Ninguno de los cuatro hombres podría olvidarlo jamás. Kyle Shively no podría ciertamente olvidarlo.
Shively había tenido una mala noche. A las once menos cuarto estaba más furioso de lo que jamás había estado desde que había llegado a California procedente de Tejas. Tras aguardar en el restaurante y comprender finalmente que aquella acaudalada mocosa le había dejado plantado, había salido a telefonearla y, tras llamarla por segunda vez, advirtió que estaba a punto de estallar.
Kyle Shively ardía de rabia mientras bajaba por el paseo Wilshire de Santa Mónica de camino hacia el All-American Bowling Emporium, y al Bar de la Linterna de su interior, que era el que habitualmente frecuentaba. Esperaba que unos cuantos tragos en aquel oasis contribuyeran a calmarle.
Shively podía soportar muchas cosas, pero lo que no aguantaba es que se le tratara como a un ciudadano de segunda categoría, que le tomara el pelo cualquier tía encopetada que se creyera mejor que tú por el simple hecho de que su marido fuera un ricachón. Ah, Shively había conocido a muchas de esas preciosidades, ya lo creo que sí. En los dos años que llevaba trabajando de mecánico en la estación de servicio de Jack Nave se había mostrado muy activo. A este respecto no podía quejarse.
Shively se consideraba a sí mismo un tipo que se conocía muy bien por dentro y por fuera. No hace falta ser psicólogo para conocerse a sí mismo. Basta sentido común, cualidad que Shively creía poseer en abundancia. Tal vez no fuera lo que se llama un sujeto instruido —había abandonado los estudios secundarios en Lubbock, Tejas—, pero la misma vida le había enseñado un montón de cosas. Había aprendido muy bien a manejar a la gente en el transcurso de los dos años que se había pasado sirviendo en el Vietnam, en infantería. Y recorriendo los Estados Unidos en «autostop» había aprendido muchas cosas acerca del mundo y acerca de sí mismo. Y desde que vivía en California su inteligencia se había agudizado.
Ahora, a los treinta y cuatro años, sabía finalmente lo que más le interesaba. Pensándolo bien, ello se reducía a dos cosas: beber y hacer el amor. Y desde que trabajaba en la estación de servicio de Nave, sabía que lo había conseguido con creces. Beber y ocupar el lugar que a uno le corresponde y salir, bueno, esas cosas se las podía permitir más o menos con los 175 dólares a la semana que le pagaba aquel tacaño de Jack Nave. Pero Shively sabía también que para Nave estaba empezando a resultar imprescindible. Trabajaba rápido y lo que hacía lo hacía bien, y estaba seguro de que en todo Santa Mónica no había mecánico de cintas de freno, puestas a punto o válvulas que se le pudiera igualar. Sabía que era acreedor a algo más que aquellos miserables 175 dólares a la semana. Y tenía intención de conseguirlo. Cualquier día iba a pedirle un aumento al viejo Nave.
Shively había hablado con otros mecánicos de Los Ángeles y se había enterado de que éstos incrementaban sus ingresos mediante el cobro del 48 por ciento del precio de la mano de obra de cada automóvil que se reparaba. Es decir, que se partía del precio de la reparación que se cobraba al cliente. Después, tras deducir el costo de las piezas, aquellos mecánicos se repartían prácticamente el dinero restante con su jefe. Algunos de ellos se llevaban a casa hasta 300 dólares a la semana. Shively sabía que eso era lo que se merecía, y lo pediría y lo conseguiría por mucho que el viejo Nave le llamara maldito asesino. Lo cual significaría que su vida postlaboral, es decir, la bebida y la diversión, sería más fácil y de un más alto nivel.
En cuanto al amor, eso no constituía un problema, porque había mucha animación, sobre todo cuando uno trabaja en una estación de servicio tan atareada y poseía aquel estilo y aquella hechura. Sea como fuere, con la cantidad podía contarse, aunque no siempre con la calidad. Pero en algunas ocasiones conseguía plazas de superoctano. En la estación de servicio de Jack Nave se surtían muchos tipos del gremio de los automóviles de lujo —propietarios de Cadillacs, Continentals y Mercedes— y de esta forma alguna tarde podías conocer a las esposas de los clientes ricos o a las hijas que se morían de ganas de echar una cana al aire.
Irving Wallace, "Fan Club."