¿Fue un demonio o un ser humano el que le te trajo? Escúchame, Stanton; no te envuelvas en esa miserable manta que no puede sofocar mis palabras. Créeme: ¡aunque te envuelvas en nubes de truenos, tendrás que oírme!
Stanton, piensa en tu desventura. ¿Qué ofrecen las paredes desnudas al entendimiento o a los sentidos? Una superficie encalada, ilustrada con garabatos de carbón o de tiza roja que tus felices predecesores han dejado para que tú dibujes encima.
A ti te gusta el dibujo… Confío en te perfecciones. Y aquí hay una reja a través de la cual te mira el sol como madrastra, y sopla la brisa como si pretendiera atormentarte con un suspiro de esa boca dulce de cuyo beso no gozarás jamás. ¿Y dónde está tu biblioteca, hombre intelectual y viajero? —prosiguió en un tono de profunda ironía—, ¿dónde están tus compañeros, tus eminencias del mundo, como dice tu predilecto Shakespeare? ¡Tendrás que conformarte con la araña y la rata que se arrastran y roen alrededor de tu jergón!
He conocido prisioneros en la Bastilla que las alimentaban y las tenían por compañeras… ¿Por qué no empiezas tú también? Sé de una araña que descendía a un golpecito con el dedo, y de una rata se acercaba cuando traían la comida diaria para compartirla con su comparo de cárcel. ¡Qué encantador, tener sabandijas por invitados! Sí, y cuando les falla el festín, ¡se comen al anfitrión! Te estremeces. ¿Serías tú, acaso, el primer prisionero devorado vivo por las sabandijas que infestan las celdas? ¡Delicioso banquete, “no en el que comes, sino en el que eres comido”!
Tus huéspedes sin embargo, te darán una prueba de arrepentimiento mientras te devoran: harán rechinar sus dientes, y tú los sentirás, ¡y quizá los oigas también! Y por toda comida (¡oh, con lo remilgado que eres!), una sopa que el gato ha lamido; ¿y por qué no, si seguramente ha contribuido al brebaje con su progenie? Después, tus horas de soledad, deliciosamente distraídas con los aullidos del hambre, los alaridos de la locura, el restallar del látigo y los sollozos angustiados de los que, como tú, se supone que están locos. ¡O los han vuelto locos los crímenes de otros!
Stanton, ¿crees acaso que conservarás la cordura en medio de tales escenas? Imagina que tu razón se mantiene intacta, y que tu salud no se arruina; supón todo eso, cosa que es, en realidad, más de lo que una razonable suposición puede conceder; imagina, luego, el efecto de la continuidad de estas escenas en tus sentidos nada más.
Llegará el momento, y no ha de tardar, en que por puro hábito, repetirás como un eco el grito de cada desdichado que se aloja cerca de ti; a continuación callarás, te apretarás tu palpitante cabeza con las manos, y prestarás atención, con horrible ansiedad, tratando de averiguar si el grito procedía de ellos o de ti. Llegará un momento en que, por falta de ocupación, por el abandono y el horrible vacío de tus horas, estarás tan deseoso de oír esos alaridos como aterrado estabas antes al oírlos… y espiarás los desvaríos de tu vecino como si siguieras una escena de teatro. Toda humanidad se habrá extinguido en ti. Los delirios de esos desdichados se convertirán a un tiempo en tu diversión y tu tortura. Estarás pendiente de los ruidos, para burlarte de ellos con las muecas y bramidos de un demonio.
La mente tiene la facultad de acomodarse a su situación, y tú lo vas a experimentar en su más horrible y deplorable eficacia. Entonces le sobreviene a uno la duda espantosa sobre su propia lucidez, anuncio terrible de que esa duda se convertirá muy pronto en temor, y de que ese temor se volverá certidumbre.
Quizá (y eso es más horrible aún) el temor se convierta finalmente en esperanza: separado de la sociedad, vigilado por un guardián brutal, retorciéndote con toda la impotente agonía de un espíritu encarcelado, sin comunicación y sin simpatías, imposibilitado para intercambiar ideas, si no es con aquellos cuyas concepciones no son más que espectros horrendos de un entendimiento extinguido, y para oír el grato sonido de la voz humana, si no es para confundirlo con el aullido del demonio que te hará taparte los oídos profanados por su intrusión…, tu miedo se convertirá finalmente en la más pavorosa de las esperanzas; desearás convertirte en uno de ellos, escapar a la agonía de la conciencia. Igual que los que se asoman largamente a un precipicio acaban sintiendo deseos de arrojarse a él para aliviar la intolerable tentación de su vértigo, así los oirás reír en medio de sus violentos paroxismos, y te dirás: “Sin duda, estos desdichados tienen algún consuelo; en cambio yo no tengo ninguno: mi cordura es mi mayor maldición en esta morada de horrores.
Ellos devoran ansiosamente su comida miserable, mientras que yo abomino la mía. Ellos duermen profundamente, mientras que mi sueño es… peor que su vigilia. Ellos reviven cada mañana con alguna deliciosa ilusión de solapada locura, calmados por la esperanza de escapar, sorprendiendo o atormentando a su guardián; mi cordura excluye tales esperanzas. Sé que no podré escapar jamás, y el conservar mis facultades no hace sino agravar mi dolor.
Sufro todas sus miserias… pero no tengo ninguno de sus consuelos. Ellos ríen… yo los oigo; ojalá pudiera reír como ellos”. Y lo intentarás; y el mismo esfuerzo será una invocación al demonio de la locura para que venga y tome plena posesión de tu ser para siempre.»
De Melmoth el errabundo. Charles Robert Maturin.