La profesora Mariano cortó un tallo y desmenuzó una de las flores.
—Salicaria púrpura —admitió hoscamente—. Lythrum salicaria. Buena para nada. Nadie la come, y desplaza otras plantas. Écheme una mano.
Sol la ayudó orilla arriba.
—He visto abejas visitándolas en busca del néctar —dijo—. Y mariposas también.
—Probablemente las pondrá enfermas. Y no pertenece a este lugar, Sol. Es extranjera aquí. Viene todo el camino desde alguna parte de Asia.
—Podría rociarlas —se ofreció él.
—¡No! —Y luego, más atemperada—: No queremos usar herbicidas químicos en la reserva; usted lo sabe. Quizá debería decir a los voluntarios que las cortaran…, pero volverán a brotar.
Se perchó en el borde del asiento de la segadora y sacudió la cabeza.
—¿Ve por qué no me siento feliz respecto a los marcianos? Es la misma historia por todo el mundo. La gente trae plantas, o peces, o insectos. Llegan a un lugar donde no tienen enemigos naturales, ¡y así se convierten en el enemigo de todo lo autóctono! Como las islas Hawai…
Sol se reclinó pacientemente en la capota de la segadora para escuchar el consabido discurso. El jacinto de agua en Florida. Los conejos en Australia.
—Y ese cangrejo de río de color rojizo, el Orconectes rusticus, ¿sabe lo que ha hecho en Wisconsin? Ni siquiera puedes nadar en alguno de los lagos porque muerden todo lo que se mueve; comen de todo, y así los lagos quedan muertos. Los olmos en Inglaterra, el castaño americano, los estorninos en Norteamérica…, las abejas asesinas africanas, las hormigas rojas…
—No se excite tanto, doctora —instó Solomon.
Frederik Pohl, "El día que llegaron los marcianos".