Al salir del Ganges, las aguas rojas del delta se diluyeron de golpe en el vasto golfo de Bengala y los cien barcos de la flota inmigrante pusieron rumbo lentamente al sudoeste, hacia el estrecho de Ceilán. Los capitanes debían ajustar su andadura de enfermo al de un barco moribundo, el más mísero de todos, lisiado sin piernas de aquel patio de monipodio flotante, un gran remolcador fluvial acostumbrado a las aguas lisas. Su proa baja, blanqueada de peregrinos hacinados, como en toda la cubierta del barco, se hundía bajo cada ola, pagando al mar un tributo de ahogados supernumerarios arrebatados por el oleaje. Así, cual un Pulgarcito achacoso y fatigado en la cola del convoy, marcaba con guijarros humanos un camino sin retorno. En el India Star, que iba en cabeza, la gorra del Capitán había cambiado de dueño y cubría un muñón calvo. Con la frente ceñida por cuatro galones dorados, los ojos fijos y sin párpados resguardados del sol por la visera de charol, el monstruo mandaba el barco y la flota. Los mandaba a la manera de un oráculo consultado antes de cada decisión grave. Sólo se debían interpretar los destellos de su mirada. Más tarde, se cayó en la cuenta, cosa extraña, de que el destino de la flota, en varias circunstancias, resultó por ello felizmente modificado.
En el viaje hubo comparsas. Se volvieron comparsas desde el toque de sirena del India Star, sorprendidísimos de quedar reducidos a ese estado. Rechazados por ostracismo, odio racial o indiferencia esencial, indiferencia sobre todo, se encontraron, prisioneros libres, encerrados por murallas humanas en lo más profundo de los entrepuentes inferiores, o en los tabucos oscuros y recalentados próximos a las salas de máquinas. Había allí extranjeros olvidados como los cautivos de una expedición victoriosa y destinados únicamente al triunfo final, no sólo algunos chinos postrados, sino también blancos. En cuclillas, agrupados como tribus primitivas, solos y hambrientos, hablaban. Hablaron durante ocho días. El fenómeno en el cual habían participado y del que eran testigos inútiles, les sumía en éxtasis intelectuales, exacerbados por el agotamiento, en los cuales cada cual reconstruía un mundo nuevo como en las páginas frías de cualquier semanario de la izquierda occidental. Poco faltaba para que, a despecho de su miseria presente, firmasen sus parrafadas como peticiones sin peligro, congratulándose, y se devolviesen, como una pelota cómplice, sus nombres, su fe y sus principios, cosas todas de tan escasa importancia cuando uno se consume en la oscuridad de los pañoles. Como no tenían nada que llevarse a la boca, desgarraban Occidente con la voz. El hambre los volvía malvados. Ya se veían, reconocidos como buenos apóstoles, guiando los primeros pasos de la muchedumbre en tierra occidental. Uno echaba a los enfermos de nuestros hospitales para acostar entre sábanas blancas a leprosos y coléricos. Otro poblaba de niños-monstruo nuestros parvularios más alegres. Otro predicaba la cópula general en nombre de la futura raza única, «lo cual sería fácil, añadía, porque las pieles contrarias se atraen» y ése, por lo menos, sabía lo que se decía. Otro más entregaba los supermercados al ejército de los desharrapados cetrinos: «¡Te imaginas el resultado!». Cientos de mujeres y de niños sueltos en esas mantequerías gigantes, sacia dos, felices y rompiéndolo todo. De vez en cuando, una de aquellas lenguas viperinas interrumpía su movimiento y lamía la pared de hierro, donde la humedad condensada rezumaba en gotas de agua dulce. «Nada que beber —dijo el escritor renegado—, ¡desventurados! ¡Mundo putrefacto! Disponte a compartir tus manantiales. El aguador de cuello torcido nadará en tus bañeras colmadas, quizá se volverá loco en ellas calculando esa masa líquida repartida en tinas colgadas en los dos extremos del yugo, y tú, ¡llamarás a tu propia puerta para implorar un vaso de agua!…». Tras lo cual, se desplomó y ya no dijo palabra. El noveno día, callaron uno después de otro, militantes comprometidos, misioneros laicos, sacerdotes enemigos de la Iglesia, pedantes idealistas, pensadores activistas, todos los duros del antimundo embarcados en la flota. A veces, uno de ellos se levantaba y se abrevaba en la muralla de hierro, pero toda voluntad de diálogo se había hundido en el abatimiento. Sobrevivieron. Un niño les llevaba arroz, guiado sin duda por el recuerdo de los bombones pringosos de Bailan…
Cuando la flota se metió en el estrecho de Ceilán, para bordear la punta de la India y subir hacia el noroeste, en dirección al mar Rojo y Suez, el mundo entero descubrió de pronto su importancia y su realidad. Fluyeron entonces, de las bocas de todas las cabezas pensantes, oleadas de palabras radiodifundidas, ríos de frases televisadas, océanos tipografiados.
El campamento de los santos. Jean Raspail.