El jefe de los marcianos miró a Sam y a Elma con una máscara de bronce pulido y ojos que eran sólo agujeros de un insondable y oscuro azul, y del agujero de la boca le salieron unas palabras que flotaron en el viento.
-Prepare el quiosco -dijo la voz. Una mano enguantada en diamantes se agitó en el aire-. Prepare la comida, prepare los vinos raros, porque esta noche es la gran noche.
-¿Quieren decir -le preguntó Sam- que puedo quedarme?
-Sí.
-¿No me odian, entonces?
La máscara era rígida, y tallada y fría y ciega.
-Prepare esa casa de comidas -dijo la voz-. Y tome esto.
-¿Qué es?
Sam contempló parpadeando el rollo de papel de plata que le ofrecía el marciano, y donde bailaban unos jeroglíficos con figuras de serpiente.
-El acta de concesión del territorio entre las montañas de plata y las colinas azules, entre el mar muerto y los valles lejanos de ópalo y de esmeralda -dijo el jefe.
-¿Es mío? -preguntó Sam, incrédulo.
-Suyo.