En el Big Ship de Butte oí por primera vez a un minero pelirrojo de nombre Hickey Dewey que llamaba Poisonville a la ciudad de Personville. Tenia la costumbre de convertir las erres en diptongos, así que me importó poco su manera de nombrar la ciudad. Luego volví a oír el mismo nombre de boca de hombres capaces de pronunciar bien la erres. Lo tomé como una muestra más del humor vulgar que anima los retruécanos propios de la jerga de los bajos fondos. Unos años después fui a Personville y comprendí el exacto significado de esta palabra.
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La encontré fea. Los edificios hacían gala de una arquitectura afectada. Quizá había conocido tiempos mejores. Los altos hornos, con sus chimeneas de ladrillo levantadas al sur frente a una sombría montaña, habían impregnado la antigua pomposidad de una capa de suciedad ocre y de un humo espeso. En consecuencia, sus cuarenta mil habitantes vivían en una ciudad fea, hundida en un valle limitado por dos insípidos montes; las minas contribuían en gran manera a la fealdad general. Perdido entre las nubes negras que salían de las chimeneas de los altos hornos, se veía el cielo.
El primer guardia que vi llevaba varios días sin afeitarse. El segundo había perdido dos botones de su poco limpio uniforme. El tercero ordenaba el tráfico en el cruce más importante de la ciudad, el de Broadway y Union Street, con un cigarrillo en la boca. En ese momento dejé de preocuparme por ellos.
Dashiell Hammet, Red harvest, 1929.