Quedan esclarecidas en este relato, las obsesiones recurrentes que invasivamente acompañarían cuanta expresión artística abordarían en mi vida: La soledad, la ansiedad, la depresión y mi devoción por el cuerpo femenino. Mi taller se iba atiborrando de hojas de papel con garabatos y dibujos sobre las formas femeniles mostrando su desnudez, lo cual no era una simple manifestación de morbo o lascivia; en mi subconsciente el desnudo simbolizaba sinceridad. Aún era un niño iletrado y sin la erudición necesaria para estar a la altura de las circunstancias y sin embargo ya iba armando mi arsenal de simbología a través del cual me pronunciaría: Los cuellos alargados darían majestuosidad y las piernas con muslos regordetes y canillas desmedidamente largas, serían emblema de languidez y delicadeza.
En cuestión de días, Emerita se convirtió en pilar fundamental para ayudar con las labores de “Mamá Panchita” al tiempo que se desempeñaba como asistente de las tareas paramédicas de “Papá Vicente”. Por tal razón se le asignó un espacio para vivir en casa con su pequeña hija siendo ambas consideradas casi miembros de la familia.
Una mañana en que mis padres se habían ausentado, Juanca, mi eterno cómplice de correrías musicales, vino a pedirme prestado un transformador eléctrico. Subí a buscar el artefacto que guardaba en una habitación contigua al dormitorio de Emerita; me encontraba arrodillado desinstalando los cables cuando ella apareció con todo su esplendor, luciendo una minifalda marrón muy apretada que amenazaba con reventar ante las caderas y muslos que a duras penas contenía. Embriagado por la tentadora visión de esa hermosura, con unas ojeras que delataban la modorra de quién recién abandonó la cama, mis ojos la veían a modo de hembra muy apetecible. La simple observación de su anatomía que con tanto descaro enseñaba, ponía mi sangre en ebullición, ya no podía pensar, sólo perturbarme ante sus caderas, sus muslos, todo aquello que me enloquecía de manera lujuriante mientras la desnudaba con los ojos enrojecidos, ávido de deseo.
-¿Qué haces, flaco?- preguntó a la vez que se acercaba a mí. Parecía flotar en el aire, yo nunca la vi dar un paso, sólo reparaba en sus muslos frotándose entre sí, cada vez más cerca. Cuando llegó a mí, se puso de cuclillas y fue entonces que descubrí que no llevaba ropa interior. Sabedora de mi apetencia, la muy astuta tomó mi cara con ambas manos y me besó en la boca en el preciso instante en que oímos resonar pasos en la escalera que conducía al cuarto donde nos encontrábamos, acompañados de unos acordes de guitarra; era Juanca que venía a ver por qué me demoraba tanto. Emerita se puso de pie y rauda se fue a su dormitorio. Juanca me ayudó a terminar la desinstalación, bajamos, nos despedimos y se marchó.
Inmediatamente comencé a trepar los escalones de dos en dos para rogarle a Emerita que retomáramos el placentero juego cuando la vi bajar, acelerada, al tiempo que me decía que se iba a hacer unas compras al mercado pero que regresaba de inmediato. No atiné a pronunciar palabra; lleno de frustración, la vi partir.
Cuando regresó yo estaba en mi dormitorio lidiando con mi desilusión, dudas e interrogantes. Abrió la puerta, asomó la cabeza y me preguntó si habían regresado mis padres.
- ¡No! - Le dije y me levanté de un respingo pero Emerita se fue sin decir nada más “Ah, no, esta vez no te me escapas” pensé y la seguí hasta la cocina. Cuando la tuve a mano la abracé por la espalda, pero ella me detuvo con hosquedad y dijo:
-¡No, flaco, vete!- No conseguía entenderla, no comprendía nada, entonces insistí pero las negativas continuaron ¿Cómo era posible que la mujer-hembra que hacía unos momentos se mostró tan dispuesta, me rechace así, tan rotundamente? Metió la mano entre en sus senos y sacó unos billetes.
-¡Toma!- me dijo, haciéndome un guiño que estimé sarcástico- Con esto puedes ir a uno de esos sitios donde encuentres una puta que te de lo que quieres.
Sus palabras, su desprecio, fueron un cachetazo a mi hombría; me hirió de tal manera que arrojé los billetes al piso con el mismo desprecio con que me los entregó, sumando rabia e impotencia.
-¡No quiero a ninguna puta, te quería a ti!- Y me fui rumiando mi ira y la contrariedad de saberme humillado. A mi corta edad estaba enfrentando sensaciones y emociones muy encontradas y retorcidas.
Al día siguiente Emerita se fue de casa, casi me atrevería a jurar que fue por el incidente que acabo de narrar. Se marchó dejándome con la idea de que era así como dañaban las mujeres: Te tientan, te seducen, se ofrecen y luego, cuando caíste en su juego, te niegan y desprecian; con desdén, con crueldad, así, con esa frialdad, conseguían que un joven o un hombre se mate; de esto debía cuidarme… Si mi naturaleza era irresistiblemente atraída por los encantos femeninos, me era imperioso diseñar estrategias para no sucumbir en extremos. Así fue que probé a hacer mis pininos en el manejo de egos alternativos para enfrentar situaciones que en un contexto normal, me habrían resultado inmanejables.
La vida siguió su curso. Como ya he señalado, yo tenía una enamorada, no obstante, mi apatía por ella era categórico, Emerita era la dueña de mis hormonas, nadie podía estimularme más que ella pese a mi lucha interior por salir de ese estado de enajenación.
Pasaron casi dos semanas. Me encontraba trabajando en mi taller, por aquel entonces ubicado en la segunda planta de la casa, sobre el enorme patio-jardín, cuando escuché unos pasos taconeando. Mi ritmo cardiaco se aceleró; sabía que era ella, Emerita, la mujer que me tenía a maltraer, la hembra que anhelaba con toda mi castidad convulsionada. Corrí hacia la ventana que daba al patio y la vi, tan esplendorosa y deliciosa como siempre. Debo destacar que Emerita no era una mujer muy bonita, pero de la cintura para abajo era realmente una tentación que avivaba el fuego de cualquier hombre.
Pletórico de entusiasmo, la saludé y ella me correspondió con igual frenesí. Le invité a subir para que viera la escultura en la que me encontraba trabajando. Emerita, luego de intercambiar un beso con mi madre, subió y me estampó un beso en la boca. Su efusividad me dio la oportunidad de demostrarle que no era un chiquillo con el que podía jugar a su antojo. Con la seguridad del macho dominante, la tomé de la mano y la arrastré hacia mi escultura, una figura femenina sin brazos, con la cabeza tirada hacia atrás en actitud de éxtasis; permanecimos unos instantes observándola sin soltarnos las manos, transpirada la mía, tibia la de ella.
-¿Te gusta?- le pregunté.
-Es linda- respondió.
No aguanté más, la atraje hacia mí y volvimos a besamos; la rodeé con mis brazos y empecé a acariciarle el trasero, pero cuando intenté levantarle la falda me retiró las manos, me hizo sentar en una silla, se colocó sobre mis piernas y me brindo placer manual mientras los besos y las caricias no nos daban tregua. Culminado el acto, volvió a besarme y se fue, pero esta vez me dejó una grata sensación. Estaba aprendiendo a manejar este tipo de situaciones, ya no era tan vulnerable a frustrarme.
La escena se repitió con una frecuencia considerable durante casi cuatro meses, período en el cual me cuidé muy bien de pedir algo más que las prácticas que con tanta habilidad llevaba a cabo mi “amante”, me había propuesto no rogar y no lo hice… “Si lo único que quiere es darme placer manual y dejar que la acaricie, pues bienvenido, ella no escuchará de mis labios ninguna petición al respecto”
Llevábamos cuatro meses satisfaciéndonos con estas especiales prácticas amatorias cuando de pronto sucedió. Fue un sábado, día en que mis padres solían ir a visitar a mi abuela materna y yo me quedaba en casa. Me encontraba en el cuarto de mis padres, recostado sobre su cama mirando televisión cuando el muchachito que hacía los quehaceres de limpieza me anunció que había llegado la “Señora Emerita”. El jovencito se marchó y ella entró; ni bien la tuve a mano la jalé hacia la cama para dar comienzo a los besuqueos y caricias con desenfrenada fogosidad.
-¡Aquí no!- sonó la voz imperativa y cortante de Emerita en el instante mismo en que le subía la falda- El muchacho puede vernos, vamos a tu taller.
Planeamos que ella subiera primero como si fuera a buscar algo y al ratico subiría yo ¡Uf! Mi corazón amenazaba con desbocarse al tiempo que sentía mi miembro inflamado ¡Estaba a punto de completar mi iniciación como macho humano! Esperé unos minutos que se me hicieron una eternidad. Me preparé mentalmente para no demostrar mi ansiedad a fin de no despertar la curiosidad del muchacho de la limpieza más cuando la espera se me hizo insoportable y considerando que había transcurrido un tiempo prudencial, subí. Abrí la puerta ¡Caray! Miraba incrédulo…Emerita se presentó ante mis ojos completamente desnuda, con el porte de una Diosa. No tardé en recuperarme de mi estupor y ágilmente me acerqué para besarla con desesperación, llenando mi boca con su aliento, mezclando nuestras salivas, mis manos apretando su blanca piel al tiempo que mi ropa iba cayendo. La cargué en brazos y la acosté en un amplio sillón que usaba para descansar; Emerita no presentó resistencia, al contrario, se mostraba dócil y dispuesta, no desaproveché la ocasión y sucedió lo que tanto ansiaba, penetrar en su interior, sintiendo cabalmente el hechizo que posee una mujer y cuán acogedoras pueden ser sus entrañas.
Me sentí hijo, me sentí padre, me sentí un “Semi-Dios”, indivisible, esencial. Ya era todo un hombre… Había adquirido la sabiduría sobre ello para expresarme a través de mi arte… Con mis manos de artista podría hablar de lo que simboliza ser “UN SER HUMANO”.
LA REINA LAGARTA SE QUITO LA PIEL
… Velando sus pecados, la quiero morder.
Si tengo dientes, comeré placer.
En sus retinas, la sierpe mía...
La Reina lagartija se quitó la piel.
Muslos encontrados, rejas y miel.
El flujo de mi llave, ya quiere ceder,
Dulce Arpía, es dueña mía...
La Reina lagartija se quitó la piel.
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