Como se gesta un Demente (Novela autobiográfica) Cap. 8

Con apenas quince años de edad ya había devorado a García Márquez, Edgard A. Poe, Hermann Hesse y algo de Julio Cortázar. No sólo los había leído sino que la fantasía de su literatura se había anidado en mí alimentando mi delirante visión del mundo, era un joven demente con una locura culta sustentada por una filosofía autodidacta pero honesta conmigo mismo, casi un delincuente juvenil y sin embargo tenía la capacidad de apreciar a mi manera, el dramatismo de las esculturas de Giacometti o los delirios de Margritte, Giorgio de Chirico, Hyeronimus Bosch y Dalí. En lo que respecta a la música escuchaba a Hendrix, Janis Joplin, Black Sabbath, Jefferson Airplane, Iron Butterfly y otros grupos musicales de aquella fructífera época. No los escuchaba por diversión o entretener mis oídos, lo hacía para volar con ellos a cielos perturbadoramente desconocidos pero que me sabían deliciosos.

Ya he dicho que abandoné mis estudios secundarios por un año, el año de mi iniciación en lo que denomino mi demencia pues fue cuando empezó la incubación de estos mundos extraños en mi subconsciente. Transcurrido ese lapso no era un crío más como los demás niños, yo era un viajero de tiempos y mundos que los demás tomarían como irreales, pero palpables en mi percepción. Estas convicciones me llevaron a retomar mis estudios en el turno de la noche de modo que no obstaculizaran mis travesías por esos cielos fantásticos que convivían conmigo y que no tenía intenciones de dejar a un lado.

A partir de lo acontecido con mi hermano Carlos Miguel mi alma se vio alertada por una voz persistente que me repetía “Las niñas hacen daño y si te enamoras pueden matarte”. Claro que los dictados de nuestras hormonas son imperativos y mi humanidad no sería la excepción de la regla. Fui dejándome llevar por la atracción que una condiscípula ejercía sobre mí pero desde una posición defensiva “Ve con ella, busca su piel pero sólo eso o te hará daño”, bajo estas condiciones tuve mi primer romance.

En casa estaban haciendo unas reparaciones en mi dormitorio y por tanto habían instalado momentáneamente mi cama en una habitación que servía de almacén de insumos para un centro de enseñanza de repostería que funcionó en nuestra vivienda por un tiempo y que “Mamá Panchita” administraba y dirigía. Fue entonces que llegó a casa una señora de veinte y seis años a fin de ayudar a mi madre con sus quehaceres.

La joven, a quien llamaré “Emerita”, era una voluptuosa mujer de piel muy blanca y unas piernas divinas que apenas si las cubrían las diminutas y ajustadas minifaldas que solía usar.

Una tarde en que me hallaba durmiendo la siesta fui despertado por el ruido que hicieron sus tacones al andar; medio somnoliento, la vi recostada sobre una enorme mesa que se hallaba justamente frente a mí, con el torso apoyado sobre el tablero tratando de coger insumos que no estaban muy al alcance de su mano; esta posición dejaba expuestos ante mis ojos sus hermosos muslos y parte de sus nalgas al desnudo. Estuvo largo rato moviendo de lugar bolsas y cajitas mientras yo seguía muy concentrado en los movimientos ondulantes cual danza ritual erótica que sus piernas y nalgas ejecutaban. Una vez conseguido lo que necesitaba, se irguió, se fue y yo me quedé con el regalo del recuerdo de aquella deliciosa visión. Para mi sorpresa, al día siguiente, como si se tratara de un guion, la escena volvió a repetirse. El ruido de los tacones anunciándome que el espectáculo estaba por comenzar: La faena de buscar, ordenar y rebuscar objetos, siempre tendida sobre la mesa y el seductor bamboleo de su magnifica anatomía para mi deleite visual. Era una cita no pactada con palabras a la que ambos asistíamos todas las tardes, yo como espectador y Emerita como la única protagonista de la obra.

Cada día al oscurecer, salía de casa rumbo al colegio que también era parte de esa vorágine de vida con el acelerador a fondo, tocando la guitarra, inhalando bencina, fumando marihuana, bebiendo jarabes para los bronquios que contenían alcaloides e ingiriendo barbitúricos. Afortunadamente, era un joven que captaba rápidamente todo lo que escuchaba y veía, por lo cual no requería de mayor tiempo para estudiar, ni siquiera necesitaba releer los libros.

Mi obsesión eran las piernas de Emerita pero me sentía incapaz de hablarle del asunto, la veía como una señora a quien ni por asomo debía faltarle el respeto. Recuerdo un día que fuimos a la playa con mis padres y Emerita, en un microbús propiedad de mi papá. Habíamos jugado largo rato en el mar; agotado regresé al vehículo para recostarme en uno de los asientos. Estaba allí, muy relajado, cuando veo a Emerita entrar al carro enfundada en su ropa de baño. Se arrodilló sobre la butaca que estaba frente a mí y dándome la espalda comenzó a buscar alguna cosa, exponiéndome su glorioso trasero. Armado de valor y guiado por la ansiedad, atiné a balbucear:

-Emerita, no te pongas así.

-¿Por qué, qué me vas a hacer? No eres más que un chiquillo- replicó sin inmutarse, cogió algo, me guiñó un ojo y se fue meneando las caderas. Me quedé rumiando mi cólera, reprochándome por no haber sabido seguirle la conversación.

Estaba ensimismado en mi frustración cuando ella volvió a aparecer trayendo una botella y un vaso lleno de bebida gaseosa. Se sentó a mi lado y me invitó a beber del vaso pero me dijo que no tragara el líquido, que lo mantuviera en mi boca y a continuación me beso en los labios, bebiendo poco a poco el líquido que, obediente, yo había conservado sin digerirlo. Continuamos besándonos apasionadamente mientras mis manos recorrían y hurgaban todo lo que podía tocar de su piel, estaba henchido de euforia. Antes de retornar a casa, se sentó junto a mí para iniciarme en la vida sexual, brindándome placer manual. De allí en adelante me supe un hombre, al fin había estado efectivamente con una mujer y aunque mi iniciación no había sido completada, había gozado de lo que la piel de una mujer-hembra es capaz de prodigarnos a los varones.

LA TENTACION DE EMERITA

No desafíes la oscuridad de la noche, que en cuanto la negrura devora el día, los demonios la tachonan con huevecillos de color verde petróleo. Estos huevecillos se deslizan haciendo movimientos temblorosos y se meten por entre tus orejas y tus fosas nasales para incubarse en tus sesos mientras, rápidamente, engullen cuanta masa encefálica hallan a su alrededor. Cuando ya no hay restos de ello, los huevecillos, al presente gordos y muy activos, eclosionan e invaden tu bóveda cerebral apoderándose de tu voluntad y haciendo de ti un demonio más. Te digo esto por experiencia pues también yo fui un demonio pero esta espada que empuño hoy la usé para, de un certero tajo, abrir mi cráneo y vaciar todo resquicio demoniaco, remplazándolo por unos papiros que hablaban de un gran disconforme, de un demente mayor. Luego volví a unir las dos partes de mi cráneo y sellé mis heridas con esta cinta que me identifica como “El mensajero”

 ¡¡Vamos!! Comamos helados de un mismo cucurucho que aún falta mucho para que caiga la noche.

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