Como se gesta un Demente (Novela autobiográfica) Cap. 14

A pesar de detestar la vida militar y mantener incólume mi apreciación de intelectual acerca de la necedad dogmática con que se manejan las convicciones de los castrenses, conservaba mi capacidad de adaptación para hacer llevadera la situación de convivir como un elemento o engranaje más de este bizarro orden.

Mi grado de Cabo del Ejército peruano me confería cierto poder además de algunas ventajas y licencias. De manera rotativa era nombrado cabo de rancho, que en buen castellano significa cabo a cargo de la cuadrilla de soldados encargados de ayudar al cocinero con los insumos alimenticios (pelar papas, picar carne, cebollas y servir los alimentos a la tropa) En definitiva, me permitía comer muy bien.

Mi flamante ascenso también me brindaba la posibilidad de estar al mando de una decena de soldados que periódicamente eran destacados para resguardar un pool de vehículos ubicado a varios Kilómetros de distancia donde la única autoridad era el cabo asignado durante toda la jornada -por las noches venía un suboficial o técnico destacado pero sólo para dormir- lo cual facilitaba que mis soldados y yo sedujéramos a las alumnas de un colegio nocturno situado al frente del pool, casi todas ellas de origen provinciano, empleadas domésticas que se deslumbraban con nuestros uniformes, algo que resultaba fácil de lograr y sacar provecho de ello.

Allá fumábamos marihuana casi todo el día, nos entreteníamos practicando tiro al blanco con las municiones que previamente hurtábamos de nuestro cuartel o dábamos vueltas en los lujosos carros por todo el perímetro del pool de vehículos; eso era darnos “la gran vida”. Yo solía hacerme de un tiempo para decorar nuestras habitaciones dibujando en las paredes mujeres desnudas con un magnífico acabado artístico. En el cuartel, en cambio, hacía guardia en puestos muy cómodos, incluso disponía de un teléfono y otras franquicias, por ejemplo, a los sargentos de guardia les daban un trato especial a la hora de servirles la comida.

También mi habilidad para jugar al fulbito y mi virtuosismo para tocar la guitarra me hacían acreedor de beneplácitos y familiaridades poco ortodoxos. Asumo que no estaba a gusto con mi libertad condicionada y mi amordazamiento a la hora de discernir, pero la pasaba lo mejor que se podía, aunque mi problema con las drogas me acarreaba inconvenientes… era común que mis salidas de franco se vieran truncadas.

Pese a ello, al ser considerado eficaz al dirigir las prácticas de orden cerrado, seis meses más tarde, al cumplir un año en la milicia, todos mis compañeros que tenían quinto año de educación fueron dados de baja, tal como lo estipulaba la ley y nos quedamos los que no habíamos alcanzado este grado de instrucción escolar.

Llegaron nuevos reclutas. Hubo ascensos a sargentos y yo ocupé el primer puesto en uno de ellos, así fue que por mérito y antigüedad, pasé a Sargento Segundo con mayor autoridad.

Entre otras cosas, se me concedió la función de comandar las formaciones y asignar a quienes harían las guardias y en qué puesto, así como la dirección de la guardia de élite que resguardaba las oficinas del Ministerio de Guerra y a la mismísima oficina del Ministro. Esta guardia de élite estaba conformada por soldados con cierto grado de educación y buen porte militar pues debían interactuar con oficiales de alto mando, empleados y público civil en general. Yo era la máxima autoridad operativa, dependiendo directamente de un técnico de primera que no era nada más y nada menos que el mismo que, por acompañarlo como guitarrista mientras cantaba, me permitía fumar marihuana delante de él.

Dos sargentos de mi entorno en quienes confiaba, el técnico y yo nos comunicábamos a través de unos radios “walkie talkie” de frecuencia cerrada que nos permitían entablar conversaciones disparatadas y alucinantes con la anuencia del técnico. Nos drogábamos y dábamos comienzo a las pláticas adoptando identidades y situaciones imaginarias; de pronto éramos seres del espacio o guerreros míticos o guardianes de mundos de fantasía. Toda esta parafernalia mitomaníaca nos venía de maravillas pues como solíamos decir: “Nos cagábamos en el Ejercito”.

Una tarde recibí una llamada telefónica de Betsy, la niña con quien había compartido las mentadas sesiones sexuales en el entorno de “los diferentes”, mi enamorada de aquél período no tan lejano de mi vida. Al estar cumpliendo la función de sargento de guardia, le pedí que me visitara durante la noche en una de las cuatro puertas de acceso al Ministerio. Yo era el responsable de asignar los destinos de los hombres a mi cargo y haciendo uso de la autoridad correspondiente para determinar el puesto de cada uno, dejé la central de la guardia y me auto destiné para ocupar el puesto en la puerta indicada.

Tal como lo planeamos, Betsy llegó a la cita puntualmente, pero se sintió incómoda al ver que estaba acompañado por dos soldados más conseguí tranquilizarla y convencerla de que bajáramos al baño subterráneo, llevaba tiempo de abstinencia y no iba a dejar pasar la oportunidad que se me presentaba. Ya a solas en el reducido lugar, dimos rienda suelta a nuestros instintos amatorios en una apasionada sesión de sexo, parados y a medio vestir. Ni bien terminamos le pedí que se subiera el pantalón y subiéramos, pero ella, vuelta a manifestarme que le daba vergüenza encontrarse con los dos soldados que, evidentemente, estaban al tanto de lo que habíamos hecho. Me armé de paciencia y le expliqué que eran mis subordinados y que además no la verían nunca más y jamás sabrían quién era ella; finalmente se persuadió y subimos hacia la garita de guardia. Mi amiga, más relajada, nos convidó cigarros a los tres, me regaló un par de cajetillas, intercambiamos unas palabras y seguidamente se fue. Yo era un militar relativamente eficiente y comprometido con mi realidad castrense pero en el fondo seguía siendo el rebelde de siempre, capaz de pasar por encima del orden establecido que imponía el Ejercito Peruano.

Llevaba casi tres meses de ostentar mi grado de Sargento Segundo cuando otro sargento me puso al tanto de que unos soldados habían hecho llegar pasta básica de cocaína por lo que nuevamente, a mi antojo, me auto designé para hacer guardia en una puerta junto al sargento que me pasó el dato y los tres hombres poseedores de la droga; estuvimos fumando hasta que se acabó la ración; no tardó en llegar la angustia, ese estado anímico en que te sumerge el consumo de dicho narcótico.

Al culminar el horario de nuestra guardia vinieron nuestros relevos y nos fuimos, yo a la caseta de la guardia central y los demás a la cuadra a dormir, un modo de decir pues este alcaloide te crea también insomnio.

Cuando terminé de hacer lo que tenía que hacer en la guardia, me dirigí hacia la cuadra y para mi sorpresa hallé recostado en mi cama al sargento que fuera cómplice de nuestro reciente “vuelo”. Ni bien me vio dijo:

-Mi Sargento, acompáñeme a la cuadra del fondo que allí tengo algo para usted.

Casi sin pensarlo le seguí: Si era “pasta”, seguiríamos y si era marihuana, mitigaría mi ansiedad y podría dormir.

Llegamos a la cuadra del fondo donde se encontraban seis soldados en completo silencio, sentados en dos camas y amparados por una oscuridad total. Me ofrecieron una taza de metal que contenía licor mezclado con bebida gaseosa y un puñadito de pastillas que tragué de una, al rato sentí mis manos adormecidas y un hormigueo en todo el cuerpo.

Inesperadamente se prendió la luz y pude ver que, de pie ante la puerta, estaba un teniente asimilado al que le había tocado hacer guardia nocturna. El teniente no era de nuestro cuartel, debía ser un odontólogo o abogado asimilado de los tantos que cubrían las guardias nocturnas y por tanto no nos conocía a muchos de nosotros, sólo reconoció a un cabo y a él se dirigió, pero al ver nuestro estado y notar que aun teníamos los F.A.L. con las cacerinas puestas, su miedo fue notorio; le ordenó al cabo que preparara una lista con los nombres de todos los presentes y que se la alcanzara.

Quien realmente estaba en problemas era yo ya que siendo el Sargento Segundo de más jerarquía en el cuartel, figuraba como partícipe de tamaña falta disciplinaria por lo que tuve que armarme de valor y portando la lista fui a su puesto de guardia. Ingresé y me cuadré a la manera castrense saludando al teniente con una enérgica venia militar. El oficial me preguntó cuál era el motivo de mi visita.

-Soy el Sargento Segundo Vicente Oswaldo Mejía Chumpitaz, el de mayor jerarquía entre los que hemos estado tomando licor en la cuadra- le respondí con fingida serenidad.

-¡Puta que eres conchudo todavía! ¿Y qué quieres ahora?

Inventé una historia, le dije que era casado y que mi esposa me había llamado para decirme que acababa de nacer mi primogénito y que dada la grata noticia y alegría producto de la misma, quise festejar pero se me fue la mano y cometí tremenda falta. El oficial creyó en mi mentira, me dio una palmada y me dijo que me fuera a dormir tranquilo, que él no había visto nada.

Lejos de irnos a dormir, los ocho continuamos bebiendo y tragando pastillas, luego sacaron plátanos, mangos y algunos panes con jamonada; así estuvimos hasta que nos venció el cansancio y nos retiramos a dormir.

A la mañana siguiente me levanté normalmente, como si nada hubiera ocurrido e hice formar a la guardia de élite y me los llevé desfilando hacia las oficinas del Ministerio. El camino era extenso, casi un kilómetro y medio. No llegué a comprender qué pasó cuando de repente me vi acarreado en brazos de dos soldados mientras que otro sargento tomaba mi lugar en el comando de la marcha.

Ni bien hubimos llegado a la zona de desembarco de los buses que traían al personal civil, el sargento a cargo comenzó a dar las consignas de rigor a la guardia, entonces yo, guiado por no sé qué instinto, levanté mi pistola ametralladora UZI y apoyándola en mi cara, un ojo acoplado a la “mira”, apunté a la guardia; de inmediato me desarmaron, unos soldados me maniataron y me llevaron a rastras hacia el ascensor del Edecán del Ministro dejándome tumbado en el piso.

No sé cuánto tiempo pasó, pero fui despertado por un fuerte golpe en la espalda, levanté la vista y alcancé a ver a un Mayor justo en el preciso momento en que me propinó un segundo puntapié en el estómago.

-¡Concha de tu madre, levántate y espérame en la puerta principal!- me dijo y se fue.

Tan tremendo fue el golpe que no conseguía levantarme, me apoyaba en mis brazos, pero estos no lograban sostenerme pues como en la noche anterior, estaban adormecidos. Al instante entraron tres de mis compañeros y me ayudaron a ponerme de pie, me sacudieron e intentaron dejarme lo más presentable posible; fue en ese momento que nos dimos cuenta que había perdido el “walkie talkie”; no me importó mucho… Rendido me dirigí a la entrada principal a enfrentarme con mi destino.

FABRICANDO UN SUEÑO PARA LOS QUE NUNCA LLORAN

En el segundo nivel de este mundito que cual pequeño farol permanece encendido en algún lugar de los confines de este irreal universo, un piso polvoriento alberga jaurías de perros salvajes, chacales y hienas. En algunos trechos, el suelo presenta hoyos de entre tres y cuatro metros por donde estos carnívoros pueden otear a los cerdos que ocupan el nivel de abajo. Los asquerosos cerdos están tan al alcance de la mano que, a los depredadores, con estirar el pescuezo, les basta para alcanzar a la presa escogida. Aun así, siempre que un cerdo es extraído hacia el segundo nivel, se desatan sangrientas peleas entre las jaurías rivales, facilitando en muchas ocasiones a la presa de turno, la posibilidad de escapar con una que otra dentellada y regresar a las cloacas para continuar con su inacabable búsqueda de desperdicios.

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