Ser un desertor equivalía a ser un “fuera de la ley” y yo era consciente de ello. Si “Papá Vicente” no hubiera estado mal de salud, le habría contado que mi impulsividad de nuevo me había jugado un revés. Lo más probable es que se enfureciera pero no al punto de desprotegerme, de no ayudarme pero dado que las condiciones se presentaban desfavorables, preferí no enturbiar más la dramática situación familiar. Al tercer día me despedí como si retornara al cuartel.
Sin saber qué hacer con mi vida, fui en busca de un amigo; siendo él mayor que yo no dudé en ir a verlo, pensé que quizás podría dar luz a mi problema. Cuando llegué me atendió un sobrino suyo, un jovencito de unos catorce años que me dijo que mi amigo llegaría en un par de horas, sin embargo esperé casi tres y no llegó…me fui. Era más de la una de la madrugada y yo sin un lugar donde pasar la noche…
Tomé un bus con destino al centro de Lima, lugar sórdido y violento por aquellos años, sobre todo a esas horas dónde exclusivamente transitaban prostitutas, afeminados, borrachos, ladrones y parroquianos que deambulaban buscando satisfacer sus vicios y bajos instintos y para mal de males, ahí estaba yo con mi inoportuno uniforme de soldado de franco.
Me hallaba sentado en las gradas de un portal de una tienda cuando fui abordado por un tipo que, presumí, era homosexual, aun así acepté conversar con él y terminé contándole que no tenía dónde pasar la noche. Al rato el tipo se fue pero a los pocos minutos reapareció en un taxi y me invitó a subir. Sabía a que me exponía, sin embargo no tenía opción. Lo seguí confiando en mis dotes de buen peleador y por lo tanto no sería presa fácil de nadie.
Llegamos a un zaguán, abrió la puerta y me hizo ingresar indicándome que no hiciera ruido. El sitio estaba completamente oscuro, atravesamos un largo pasadizo hasta llegar a una habitación; mientras avanzábamos, miraba atentamente estudiando los accesos de entrada y salida y las posibilidades de defensa para huir si se diera la situación de tener que protegerme ante algún ataque. Llegamos a un cuartucho donde se encontraban dos homosexuales haciendo el amor sobre una alfombra y una mujer fea o quién sabe, un travesti, no lo sé, proporcionándole sexo oral a otro tipo reclinado sobre un sillón destartalado. Ninguno de los presentes se inmutó ante mi llegada, me miraron con un poco de curiosidad y prosiguieron con lo suyo. El tipo que me había llevado tomó una botella de licor, bebió de ella y me la ofreció pero yo respondí con una negativa, por esas épocas había perdido interés por el licor y además debía estar lúcido dado que todo ese contexto me preocupaba y me producía un temor desmedido que intentaba disimular para no verme indefenso ante los asistentes de ese extraño lugar. Seguidamente le dije que lo único que quería era descansar.
-Por acá- Me dijo y me llevó a una habitación sombría en donde había una cama, me senté en ella y de inmediato, él se arrodilló ante mí y comenzó a manosearme. Con fingida serenidad le dije:
-Creo que te equivocas, no vine para eso- se quedó pensativo un instante, luego se apoyó en mis rodillas para ponerse de pie y se fue diciéndome:
-No sabes lo que te pierdes, grandote.
Entre la penumbra hallé un tubo de metal de unos cuarenta centímetros, lo tomé, lo puse entre mis muslos y me recosté cavilando y rogando que no tuviera necesidad de valerme de él. Habían sido demasiadas emociones y estaba muy cansado por lo que el sueño no tardó en llegar, me dormí profundamente; felizmente la noche transcurrió sin novedad.
A la mañana me despertó una voz chillona de mujer, proveniente del exterior.
-¡Vecino, el agua se está cayendo!
Me desperté sobresaltado y confundido, tenía mucha hambre pero el miedo de moverme en la casa donde reinaba un silencio absoluto, no me ayudaba a pensar. Para colmo ni siquiera sabía el nombre del sujeto que me había llevado ¿Cómo llamarlo? Finalmente tomé coraje y me aventuré. Sigilosamente fui hacia la habitación contigua, no había nadie, sólo la mujer o travesti, descansando boca abajo con el cuerpo completamente desnudo. Tratando de no hacer ruido me dirigí a la puerta, la abrí y salí cerrándola con cuidado.
Una vez en la calle me di cuenta que mis problemas no habían variado en nada, seguían tan intactos como antes. Caminé un rato sintiendo el peso de la soledad y el desamparo, fue en aquel momento que pensé “¡Solución: regreso al cuartel!” y eso hice.
Al llegar a una de las puertas del cuartel, el cabo que estaba de guardia, llamó al oficial, también de guardia, para notificarle de mi regreso; pasados unos minutos se presentaron dos soldados y me llevaron detenido.
Por ser un cuartel pequeño, la máxima autoridad era un Mayor, le seguía un capitán y luego cuatro tenientes. Encerrado en una celda de dos por dos, alcancé a escuchar que habían hecho formar a toda la tropa y anunciaban la llegada del Mayor. Cuando este solicitó las novedades le informaron detalladamente todas las incidencias, entre ellas mi retorno. El Mayor ordenó que me llevaran frente a él, se me acercó y me dijo con tono sarcástico:
–Cuénteme angelito ¿Por qué desertó?
Ahora sí que estaba en un serio problema pero como de la desesperación nace la imaginación, no se me ocurrió otra cosa que decirle que había huido pues tenía una novia a la que no veía desde hacía cuatro meses y que por amor me vi obligado a escapar del cuartel pues la extrañaba mucho.
Reparé que el Mayor se esforzaba por no reírse en mi cara y con el fin de hacer más jocosa la situación, me conminó a contar en voz alta a la tropa la razón de mi deserción.
Inicié mi relato en voz alta pero el Mayor me interrumpía diciéndome:
-¡Hable más alto que los del fondo no lo escuchan!
Yo hablaba a los gritos mientras toda la tropa y oficiales se desternillaban de risa con mi historia cursi, estúpida y por supuesto, ficticia.
Lejos de lo que pensaba, esto me volvió muy popular y simpático en todo el cuartel, fama que se fue acrecentando cuando tuve la oportunidad de demostrar que era bueno para jugar fulbito y para tocar la guitarra. No pasó mucho tiempo sin que los oficiales me buscaran y escogieran para defender sus equipos.
Junto a otro compañero que también tocaba la guitarra, empezamos a gozar de “privilegios y licencias”. Recuerdo a un sub-oficial técnico que gustaba de cantar, razón por la cual, cuando estaba de guardia, venía a nuestra cuadra y fingía llevarnos castigados pero en realidad nos llevaba a su habitación; una vez allí nos permitía fumar marihuana mientras con las guitarras le acompañábamos, él se embriagaba con licor y cantaba canciones de la “nueva ola”, el rock & roll en castellano de la década de los 60s y 70s.
Así fue transcurriendo mi vida en el ejército donde no escaseaba la decadencia; en las guardias el consumo de drogas era algo usual, había harta marihuana, pasta básica de cocaína, pastillas y jarabes que contenían alcaloides, paliativos que nos permitían soportar el encierro a que éramos sometidos; algunos oficiales lo sospechaban y otros lo sabían a ciencia cierta pero preferían hacer “la vista gorda”.
Cumplidos los seis meses de servicio se dieron los exámenes de ascenso y el otrora desertor Oswaldo Mejía fue promovido al grado de Cabo del Ejercito Peruano.
VIENTO, POLVO... Y TU NOMBRE
Bienvenidos a mi universo delirante desde donde podemos jugar a ser pequeños semidioses y con una exigua demencia, crear juntos esos mundos fantásticos en nuestro subconsciente para viajar por ellos, para espectar un poco cómo somos allá adentro...