Año 1974, año clave en mi vida pues estaba atravesando una de las más intensas crisis existenciales de todas las que venía pasando. Debido a ello tomé la decisión de presentarme como voluntario en el ejército peruano aun cuando no tenía la edad para hacer el Servicio Militar Obligatorio. Era un adolescente extremadamente impulsivo que reaccionaba con ímpetu ante el menor estímulo y en ese momento tuve la necesidad de demostrarme a mí mismo que era capaz de desenvolverme fuera del abrigo de las alas de mis padres- creo que también buscaba un poco de límites más allá del seno familiar- y así fue que me enrolé. Acudí al lugar donde debía gestionar mi ingreso; la mayoría eran jóvenes convocados por sorteo, sólo unos pocos iban, al igual que yo, en calidad de voluntarios.
Mi aspecto delgaducho con una altura que sobrepasaba el metro setenta y cinco, alta para el promedio común y mi melena, un frondoso peinado “African look” -batido de rulos que semejaba el follaje de un árbol cayendo sobre mis hombros llamaba la atención, imposible pasar desapercibido.
Por mi talla y mi nivel de educación (cuarto año de instrucción secundaria) inmediatamente fui escogido para servir en un escuadrón de policía militar de élite que recién se estaba formando y cuya finalidad era dar resguardo al flamante complejo que albergaría al Ministerio de Guerra; su construcción aún no había culminado pero su funcionamiento ya estaba en marcha y por lo pronto su seguridad estaba a cargo de soldados que habían sido destacados de diversas unidades.
Una vez seleccionados los más de doscientos que seríamos derivados a las instalaciones del Ministerio de Guerra -más tarde conocido con el apelativo de “El Pentagonito”- fuimos subidos a unos camiones porta tropas. Ninguno de los asignados hablábamos, teníamos dibujados en nuestros rostros la expectativa que crea el recelo ante algo desconocido que está por llegar. Apenas arribamos a nuestro destino se nos ordenó bajar de los vehículos disciplinadamente. De inmediato fui abordado por tres soldados con una “pintaza” de relajados e irreverentes que con gran desparpajo me indagaron:
-“Loco” ¿traes marihuana?- Me limité a un leve movimiento de negación con la cabeza. Uno de ellos me dijo:
-Cuando quieras, búscanos, somos de la hermandad- Y se alejaron no sin antes palmearme el hombro acompañado de un gesto de complicidad; es evidente que mi “facha” me había delatado como un peregrino de la ruta de la droga y el vicio.
Al cabo de unos minutos se nos hizo marchar en largas filas hacia las manos de unos pseudo-peluqueros, los cuales, armados de máquinas eléctricas parecidas a las que se utilizan para esquilar ovejas, comenzaron rasurar nuestras cabezas con un entusiasmo por demás exagerado. A continuación, nos entregaron uniformes usados pero limpios y borceguíes, también usados. Listo, ya tenían la primera tanda de reclutas de la “Compañía de Policía Militar” que tras unos meses de instrucción se convertirían en la naciente promoción de soldados a cargo del resguardo de las instalaciones del Ministerio de Guerra del Perú.
No pasó mucho tiempo antes de que empezaran los abusos, gritos y castigos infligidos por los sargentos a cargo de nuestra instrucción, quienes parecían estar a sus anchas cuando nos sometían a fuerza de latigazos y malos tratos. Estos imbéciles de dos galones justificaban su procedimiento inhumano con el argumento de que ellos también habían sido tratados de esa manera, como si el ultraje fuera una herencia que a ellos les correspondía transferirnos… Y bueno, no habiendo otras opciones, consideremos esto como parte del “lavado de cerebro” a que son sojuzgados todos los que se involucran en la vida militar. De allí en adelante me quedó más que claro que todo castrense debe poseer como reflejo condicionado, el comportamiento de un cuadrúpedo o siempre será un ajeno a la mística militar pues la premisa vital en este ámbito es: “Las órdenes se cumplen sin dudas ni murmuraciones”, condición “sine qua nom”, creo yo, para que, dada la situación, el soldado se tire de cabeza al barranco si su jefe inmediato así lo ordena por creerlo conveniente, cosa esperable ante un hipotético conflicto armado.
Así transcurrían los días entre arbitrariedades, ejercicios físicos y aburridas marchas que imitaban desfiles y que en el argot militar se conocen como prácticas de orden cerrado.
-¡De freeeeeeeente… marchen! ¡Aaaaaaaaalto! ¡Media vuelta… dereeeeeeecha! ¡Paso ligero, yaaaaaaa!
En aquel momento de mi existencia ya era muy manifiesta mi capacidad de adaptarme e incluso mimetizarme ante cualquier situación en procura de pasarla lo mejor posible, además de poseer una fortaleza moral que me permitía resistir exigencias físicas y mentales extremas, era un peleador y estaba dispuesto a darle de puñetazos en plena nariz a la vida y no dejarme amilanar por las circunstancias pero al llegar el primer sábado casi todos mis compañeros fueron notificados de que tenían visita de familiares y/o amigos, sólo unos pocos no recibimos visitas ese día y eso sí me entristeció. La historia se repitió los sábados subsiguientes… yo no tuve visitas.
Cierto día, un recluta compañero comenzó a sentir dolor en los riñones y orinaba sangre, razón por la cual los oficiales decidieron darle de baja. Me enteré que el conscripto desafectado vivía en un distrito próximo a mi casa, le rogué que avisara a mis padres dónde me hallaba. Al sábado siguiente me visitó Emerita acompañada de una hermana suya; no lloré pero mis ojos se humedecieron de emoción, estaba en camino a ser un soldado y como tal no debía llorar, el lavado de cerebro estaba surtiendo efecto en mí…
Le conté a Emerita sobre la ceremonia de entrega de armas que se realizaría en pocos días, acto que marcaba nuestra transición de recluta a soldado, le dije que todos mis compañeros recibirían sus armas de manos de sus madres, padres, novias o de quienes ellos escogieran y yo no quería quedar como un paria sin familia. Ella me comentó que mis padres estaban con algunos problemas y por eso no podían visitarme pero que seguro irían para la ceremonia; intuí que me ocultaba algo pero preferí callar.
Para el día de la Ceremonia de “Entrega de Armas”, la que vino fue mi tía María, a quien quiero muchísimo, ella me entregó mi fúsil F.A.L.
A los pocos días no soporté más y aprovechando que un grupo de soldados salía a la calle, me filtré entre ellos y me fugué del cuartel. Cuando llegué a casa dispuesto a contarle a mis padres que había desertado y que anhelaba el amparo de sus alas, encontré a mi padre postrado, con la pierna derecha gangrenada y a mi madre con un color amarillo intenso en la piel y las córneas debido al aumento de bilirrubina por una falla fisiológica, pasando al flujo sanguíneo el excedente que no lograba reabsorber; desconocía el diagnóstico, sólo que la daban por desahuciada. Ante este drama, opté por ocultar la verdad, les dije que me habían dado permiso por unos días, al cabo de los cuales me marché.
MELIZA Y EL CENTURION ROJO
*-¡No quiero, no quiero!
-Nadie te ha preguntado, a nadie le interesa tu opinión, colócate en la fila y no mires a tu alrededor.
*-¡Nooo, a la fila nooooo!
-Quién va adelante, quién va atrás, no te debe importar, sigue a la fila sin interesar lo que haya más allá.
*-¡Yo quiero soñar!
-Tenemos miles de sueños preconcebidos que a todos los de la fila hemos de dar.
*-¡No quiero! Tengo sueños propios que soñar.
-¡Ponte a la fila! Obedece o tu alma vamos a estallar…
*-¡Nooo! A la fila nooooo!
-¡El extraño intenta huir, no le dejen escapar!
*-¡No quierooo! ¡No quieroooooooo!
-Otro que por sí solo quiere pensar… Inventamos sus sueños, decidimos qué han de comer y qué no, escogemos sus
enfermedades, diseñamos sus sufrimientos y forma de morir; ordenamos todo para ellos pero siempre aparece un
miserable desagradecido que pide más…