No sé dónde estoy, no sé si esto es sueño o realidad, no sé cómo llegué aquí, ni siquiera sé exactamente quién soy pero se me han encomendado los roles de testigo y protagonista de lo que en estos extraños parajes ha sucedido y tengo la imperiosa misión de contarlo a quienes habitan el mundo de afuera, el que ellos dicen que es real más sólo soy un portador del mensaje… Quien me utiliza de mensajero es el que ha embarazado mi mente con estas visiones que debo narrar detalladamente para dejar testimonio de lo que me tocó vivir.
Empezaré por la apertura de mis recuerdos si bien tampoco estoy seguro de que sean recuerdos, quizás sólo sean unas de esas fantasías mitomaníacas como tantas otras con las que he ido edificando el soporte psicológico que fue el sustento para afrontar y asumir mis miedos, angustias, soledad deseada y conquistada, así como mi condición de maníaco-depresivo y carencias que vinieron adheridas ami existencia.
Lo primero que viene a mi mente es un largo pasadizo de color gris, coronadoal fondo por una puerta de madera marrón rojiza. Entre las habitaciones que flanquean el pasadizo hay una que está medianamente inundada, un charquito en el cual flota una especie de canoa cuyo casco está construido con hule de colores amarillo, rojo y verde. Luego el viaje con papá Vicente, mamá Panchita y Carlitos, mi hermano mayor, en un autito azul marca Willis por un camino largo con un constante e inacabable muro de gigantescos adobes que cubiertos de pintas, vaya Dios a saber desde qué tiempos, nos acompaña incesantemente. Me parece que en aquellos tiempos yo era muy feliz, tenía poco menos de dos años, según cuenta mamá Panchita.
Así llegamos a Comas, a un terreno con una casucha de esteras. Atrás, en lo que sería nuestro patio, puesto que estábamos ubicados en la ladera de un cerro, había una enorme roca de aproximadamente unos ocho metros cuadrados por cuatro metros de alto. Ya éramos casi como los colonos, habitantes de un lugar que se hallaba a tres horas de la Lima “civilizada”.
Papá Vicente salía todas las mañanas en su autito Willis a cumplir con su trabajo de cobrador de una empresa de productos alimenticios envasados. De regreso a casa, luego de su faena laboral, se detenía a recoger por el camino cualquier neumático viejo que hallara tirado; al llegar, ya de noche, prendía fuego a los neumáticos que previamente había apilado a un costado de la enorme roca que se erguía en nuestro patio. Los neumáticos ardían en una gran fogata que dada su cercanía, ponía la roca al rojo vivo. Era el momento en que papá Vicente aprovechaba para arrojar agua al fragmento de la piedra incandescente, esta crujía y explotaba en trozos, pedruscos que eran transportados en una carretilla hacia las casas de los vecinos que necesitaban material para rellenar y emparejar sus terrenos; esta operación se repetía noche tras noche. Era común escuchar a papá Vicente gritar:
-¡Viejaaaaa! Aleja a los chicos que voy a echar agua. Yo disfruté mucho esta etapa, sí, creo que era un niño feliz. A mis tíos les llamaba mucho la atención verme silbar con gran entusiasmo.
Desparramaba alegría, como si intuyera que debía deleitarme intensamente por aquellos días, como si algo me avisara que eran tiempos de vivir en pleno estado de despreocupación pues posteriormente esa etapa me sería rotundamente negada.
O. Mejìa, Arte y Cultura.