EN SAGRADA MEMORIA
DE
JAMES CLARENCE WITHENCROFT.
NACIDO EL 18 DE ENERO DE 1860.
FALLECIÓ REPENTINAMENTE
EL 20 DE AGOSTO DE 190–
«En la plenitud de la vida estamos en la muerte.»
Durante un rato permanecí sentado en silencio. Después, un escalofrío me recorrió la columna vertebral. Le pregunté de dónde había sacado aquel nombre.
—Oh, no lo he sacado de ningún sitio —respondió el señor Atkinson—. Necesitaba un nombre y utilicé el primero que se me ocurrió. ¿Por qué desea saberlo?
—Es una extraña coincidencia, pero resulta que es el mío.
Dejó escapar un largo y grave silbido.
—¿Y las fechas?
—Sólo puedo responder por una de ellas, y es correcta.
—¡Canastos! —dijo.
Pero sabía menos que yo. Le conté lo de mi trabajo de aquella mañana. Saqué el boceto de mi bolsillo y se lo mostré. A medida que lo miraba, la expresión de su rostro se fue alterando más y más hasta convertirse en la del hombre que había dibujado.
—¡Y pensar que justo anteayer —dijo— le dije a María que los fantasmas no existen!
Ninguno de los dos había visto un fantasma, pero supe a lo que se refería.
—Probablemente haya oído usted mi nombre en algún sitio.
—¡Y usted seguro que me ha visto en alguna parte y luego lo ha olvidado! ¿Estuvo usted el pasado julio en "Clacton-on-Sea"?
Nunca había estado en Clacton en mi vida. Permanecimos en silencio durante un rato. Ambos estábamos contemplando lo mismo, las dos fechas grabadas en la losa, y una era auténtica.
—Entre a cenar algo —dijo el señor Atkinson.
Su esposa era una mujercita alegre, con las mejillas redondas y sonrosadas de los que se han criado en el campo. Su esposo me presentó como un amigo suyo artista. No resultó ser una idea muy afortunada, pues una vez retiradas de la mesa las sardinas y los berros, extrajo una Biblia ilustrada por Doré, y tuve que sentarme a expresar mi admiración durante casi media hora.
Salí afuera y encontré a Atkinson sentado sobre la losa, fumando.
Reiniciamos la conversación en el punto en que la habíamos dejado.
—Tendrá usted que perdonarme porque le pregunte esto —dije—, ¿pero conoce alguna razón por la que pudieran llevarle a juicio?
Él negó con la cabeza.
—No estoy en bancarrota, el negocio va lo suficientemente bien. Hace tres años les regalé unos pavos por Navidad a algunos de los guardas, pero eso es todo lo que se me ocurre. Y además eran pequeños —añadió como ocurrencia tardía.
Se levantó, tomó una regadera del porche y empezó a regar las plantas.
—Con este tiempo tan caluroso hay que hacerlo al menos dos veces al día —dijo—, y aun así el calor a veces acaba con las más delicadas. ¡Y los helechos, Señor! No pueden ni aguantarlo. ¿Dónde vive usted?
Le dije mi dirección. Volver a casa me supondría una hora de caminar a buen ritmo.
—Así están las cosas —dijo—: abordemos el asunto claramente. Si vuelve a casa esta noche puede usted sufrir toda una serie de accidentes. Un coche podría atropellarle, y también están las típicas pieles de plátano o de naranja; eso por no hablar de las escaleras que se derrumban.
Hablaba de lo improbable con una seriedad intensa que seis horas antes habría resultado risible. Pero yo no me reí.
—Lo mejor que podemos hacer —continuó-, es que se quede usted aquí hasta las doce. Subiremos arriba y fumaremos; puede que dentro se esté un poco más fresco.
Ante mi propia sorpresa, acepté.
William F. Harvey, "La bestia con cinco dedos y otros relatos de horror y misterio".