Una berlina barroca tirada por ocho corceles negros abandona a buen paso el Palacio Real. Los caballos lucen penachos negros que bailan al trote impuesto por cocheros vestidos con libreas encarnadas de paño fino, pelucas empolvadas y recogidas en trenza, zapatitos de charol y calzas blancas. Una caravana de cortesanos donde abundan las cortesanas, mayormente rubias, sigue en silencio a la berlina real. Una nube de moscas molestas como revolucionarios acosa a la comitiva. Hace calor. Un rey de España se marcha al exilio, otro rey, otra vez, y nadie sabe a dónde.
Lo hace por el bien de España y de su hijo, también rey. Se lo dice en una carta: “Guiado por el convencimiento de prestar el mejor servicio a los españoles, a sus instituciones y a ti como rey”. En España, cuando los reyes se exilian, siempre es mirando por el pueblo chusco, nunca por ellos. “Yo no quiero resistir. Si el bien de España exige que me vaya, lo haré sin vacilaciones”, dijo su abuelo antes de exiliarse en aquella carta escrita por el conde de Romanones, si bien Valle-Inclán aseguró que lo echaban “no por rey, sino por ladrón”.
La culpa del exilio la han tenido “ciertos acontecimientos pasados”, según él. Según don Alejo Vidal-Quadras, fundador de Vox y rey de los eufemismos, se ha debido solo a “eventuales flaquezas y errores humanos”. Quién no ha cometido errores en la vida. Pero la carta del rey que marcha al exilio no desprende arrepentimiento sino victimismo. Hace el sacrificio de exiliarse pensando en nosotros, en nuestro bien, para prestarnos el mejor servicio. Él no piensa en cortesanas, ni en euros de vellón, ni en yates ni en orgías, ni siquiera en jueces ni en fiscales suizos, no, él en estos durísimos momentos solo piensa en nosotros, por eso se marcha.
Ya hay una legión de tertulianos, heraldos reales y mercaderes de noticias –me niego ya a llamarlos periodistas-, maquillando esta última tragedia de la España cañí en los platós y en la “prensa” del IBEX: “Se ha hecho el harakiri por España y por su hijo”, cantan lagrimeando emocionados, como tonadilleras con bata de cola, peineta de carey y abanico rojigualda. Qué gran hombre. Cuánto le deben esta buena tierra de pan llevar y estos vasallos lenguaraces y descamisados, ingratos rufianes postulantes de repúblicas y guillotinas.
El monarca que se marcha al exilio ha escrito una carta a su hijo, cuyo reinado ha manchado para siempre ya, pero no a los españoles por quienes tanto se ha sacrificado. ¿No merecemos los vasallos una explicación, una despedida, unas palabras de disculpa? ¿Siquiera un leve adiós desde la ventanilla de caoba de la berlina real? ¿Nosotros, que con nuestro sudor hemos pagado durante décadas sus pelucas, sus comilonas, sus cacerías y sus putas de lujo? ¿Ni siquiera un breve sermoncillo como aquellos de Navidad? ¿Ni una esquelita, aunque sea en papel de estraza?
Yo tenía 13 años cuando proclamaron rey al monarca que se marcha al exilio. Yo era un niño y él entonces un rey joven y fuerte. Hoy es solo un viejo rico, decrépito y solitario al que su propio hijo ha echado de palacio por ladrón. Solo me inspira tristeza y le agradezco las lecciones aprendidas: que no cambiaría mi destino por el suyo y que en España las repúblicas las traen los reyes y no los revolucionarios.
José Antonio Illanes