No es país para aficiones

Está de moda el paseo. No aquellos paseos de alameda un Domingo de los años 20 (1920). Me refiero a los paseos post-pandemia. Ese redescubrimiento de los parques y los caminitos que hay cerca de las urbanizaciones. Es algo que yo he hecho desde niño. Será porque vivía en la periferia, será por muchas cosas. Pero el caso es que para mi salir a caminar con mi madre y mi hermano pequeño era algo normal que he seguido haciendo hasta hoy. Ordeno la cabeza y evito que el culo me quede plano (además de otras cosas que también pasan en el culo si no te mueves). Y como se va llegando a una edad, pues las rodillas también son felices con mis paseos.

El caso es que en una de esas reflexiones de caminata me acordaba que de pequeño iba mucho a ver trenes. Primero con mi madre o alguna amiga de la familia. Y allí pululaba yo por los andenes, fijándome en los modelos, colores y sonidos. Con esa intriga y misterio de a dónde irían y de dónde vendrían aquellas máquinas. Lo mezclaba con los libros que leía y fantaseaba con grandes trenes cruzando Europa, llenos de mercancías y extraños pasajeros. Me flipaban los trenes. Aquellos andenes con cajas, los cochecitos para mover las maletas, el característico olor de los productos para el mantenimiento de las traviesas. El propio fuel y aceite de los trenes. Nada deseaba más que empaparme del ambiente ferroviario y todo su romanticismo. Sucio romanticismo porque esa sensación de usado, de gastado, de trabajado, era algo que me entusiasmaba.

Con los años, no muchos más, mis padres confiaban el que fuese por allí yo solo. (Y sin teléfono móvil. Qué tiempos.) Supongo que ya era lo que hoy día sería ser "friki" en potencia, porque mis destinos favoritos eran RENFE o la biblioteca municipal. Gracias a la cual tuve acceso a documentación histórica apasionante sobre los trazados ferroviarios en Galicia. Incluso a memorias de construcción de los trazados. Una maravilla. No se que hacía eso allí pero fue lo que me dieron cuando pedí a la bibliotecaria todas las referencias que tuvieran allí sobre trenes.

De tanto ir por los andenes al final el jefe de estación, y especialmente, los operarios y maquinistas me conocían. Incluso me invitaron a algún que otro bocata chorizo en una cafetería oscura, triste y deprimente, que me encantaba. Pero lo mejor era que en más de una ocasión subí a las máquinas mientras realizaban las maniobras.

Claro, a mi siempre me dijeron de pequeño de no irme con un desconocido. Pero el poso de los paseos por allí con mi madre ya había preparado el terreno para que sintiera cierto pase VIP y cierta libertad. Así que no era raro que estando yo por allí con una cámara de fotos (de las analógicas...) o una cámara Sony de 8mm, con mi trípode, esperando el cementero de las 17:15 dirección Vigo, pasase una máquina 333 con la puerta abierta a poco más de 5 kilómetros hora y me dijese el operario desde la puerta "¿Subes?" Y claro que subía.

Mi omnipresencia allí en otra ocasión me permitió ser un ayudante en una exposición de una gran maqueta de 40 metros cuadrados. Regentada por un amable señor cuyo vicio parecían únicamente los trenes y el tabaco, que años después, en un triste encuentro posterior... (trauma...) no me reconocía después del tiempo pasado juntos en aquella maqueta. Con los años he podido imaginar que esa persona en ese momento ya sufría algún tipo de enfermedad que yo como niño no pude comprender.

Recordaba todas estas cosas cuando hace unos días pretendí acercarme a la estación de Santiago de Compostela a confirmar la presencia de una máquina 321 (la mítica 2100 de ALCO). Me encontré con que no había forma de llegar al andén sin billete. Que toda la zona circundante estaba con barrotes estilo Jurassic Park. La zona de mercancías no existía. Me dio la sensación de que la estación estaba muerta. Había mucha gente en minutos clave, pero la estación no tenía alma. Ni mercancías, ni cochecitos. Imposible para un aficionado maduro entrar a cotillear. Imposible para ir pasear con un niño que herede esa afición. Una afición que por friki que pueda sonar invita a leer, a documentarse, a rebuscar la historia, a saber concentrarse. A tener un entretenimiento tranquilo.

Me imagino fácilmente los titulares hoy día de una madre que deja que su hijo vaya a la estación de tren a hacer fotos él solo. Que se suba a la máquina con un desconocido. Me imagino el titular para el maquinista que deja subir en horas de trabajo a un niño a la cabina grabando lo que hace. Al jefe de estación que va a comprarle un bocata chorizo a un niño que pulula por el andén. Al caminar entre vías y mercancías.

Y el caso es que en ningún momento de toda esa afición pasé un sólo instante de miedo o peligro. Y oye... aquí sigo.

No creo que todos los cambios sean para mejor.