El bólido estaba todavía vacío, acababa de entrar con él a comprar, así que esto me ha dado, en un principio, mucho que pensar. Sobre nuevas modalidades de hurto, de crimen, de desviación social... Sobre el mundo que viene.
Hasta que he visto al inconfundible ladrón doblar la esquina. Un nuevo arquetipo del latrocinio, un caco de la imaginación, un producto de la nueva normalidad, o quizá, un delincuente en prácticas.
Se notaba que era él porque me estaba mirando con atención mientras conducía el carro vacío como si estuviera lleno de oro, y por tanto, sin mucha intención aparente de llenarlo. Su mascarilla exhibía una sonrisa oblicua, dudosa, un enunciado de culpabilidad sin objeto de culpa alguno. Una tristeza enmascarada que se movía a bastante velocidad.
He dejado aparte mis reflexiones y, no queriendo perder la oportunidad sociológica, me he lanzado a por él, para lo que he tenido que invocar varias veces al resolutivo Cary Grant que llevo dentro.
El ladrón, el 'chorizo' sin carne, ha intentado doblar varias esquinas que yo, mucho más experto, he tomado casi rectas. Su botín ha terminado por convertirse en un fardo demasiado pesado. Toda una paradoja: a él, el vacío del carro le pesaba tanto como a mí el darle alcance tan pronto.
Le he gritado insultos incomprensibles por la música a todo volumen del Supermercado y la distorsión sonora de mi mascarilla. El delincuente poco podía entender y se encogía de hombros.
Desesperado, confuso, y carente de herramientas adicionales al tener una educación emocional un tanto deficiente, he decidido pasar a una última fase: como suerte de castigo, y con varios clientes como público insaciable, le he llenado el carro de latas de conservas, incluyendo atún, caballa, doce o trece botes de Fabada Litoral, mejillones, pulpo... Después alguien me diría que, en el fragor de la tortura, le había estado gritando algo sobre hacerse una curiosa ensalada.
Cuando creía que llevaba la mitad de mi venganza cumplida, el ladrón, convertido ya en consumidor de pleno derecho, ha bajado definitivamente la cabeza y se ha agarrado al carro en un gesto de derrota y agotamiento. En ese momento, el crecido público ya se había hecho con algunas latas adicionales para contribuir a la causa y avanzaba hacia lo que era ya una víctima.
Mientras un guardia de seguridad me obligaba a recoger parte de los restos de la batalla campal, he podido ver a nuestro hombre, cabeza gacha, guardando una cola de ocho o nueve carros, todos ellos con menos mercancías que el suyo. Todo latas de conservas. En un momento dado, y como consecuencia de una duradera turbación, se ha caído al suelo al pisarse uno de los cordones de las zapatillas, y a pesar del estruendo del cuerpo sobre el suelo encerado e hiperdesinfectado, ha tenido que levantarse sin poder gozar de ayuda alguna.
No hace falta que diga que, en aquellos momentos yo ya estaba más del bando del ladrón con interrogante que del de los enceradores, de los clientes consumidores inocentes pero curiosos y participativos, de los guardias de seguridad, de las colas inmisericordes, incluso de los justicieros sociológicos de anoréxica empatía.
Lo he alcanzado al final de la cuesta. El hombre tenía los servicios mínimos de los brazos a toda marcha, pues eran muchos kilos de fabada asturiana y la Ley de Newton se ceba especialmente con quien duda en exceso.
Me ha dejado llevarle doce o trece de las bolsas: un leve movimiento de su mascarilla reflejaba cierto alivio. Hemos bromeado sobre la irónica conveniencia de adelantar un nuevo confinamiento dada la intensidad de las terrazas y la rebelión primaveral patriótica. Al final ,parece que le voy a salvar del rebrote y me va a estar bastante agradecido.
No le he preguntado, por cierto, por qué yo, y por qué un carro vacío. Creo que esto requiere de una segunda cita. El lugar es fácil de imaginar, y no queremos hacer mucha más publicidad gratuita. Ya hemos establecido condiciones: la escena terminará, esta vez, en el pasillo de las verduras frescas. Quizá esté empezando a pensar en él como un amigo: al menos, después de todo esto, comerá más o menos sano.
Andrés Villena