A veces, leyendo los comentarios de la gente en las redes sociales, me da la sensación de que nadie ha sido niño; que nunca ha ido al colegio, que se ha criado en una especie de burbuja bajo la protección de sus padres; que de repente todo el mundo se hizo adulto al cumplir la mayoría de edad, al acabar la universidad, al ver un sondeo electoral por primera vez.
Yo recuerdo mis años de renacuajo; también, como docente, observo cómo funciona ahora la escuela. Y ha cambiado poco. Muy poco.
Recuerdo a todos esos niños flacuchos, regordetes, estirados y tapones. Niños imperfectos que luchaban día a día para ocultar su fisionomía, para no ser blanco de chanzas y burlas. A aquella niña que cojeaba de una pierna, al que usaba unas gafas cuyos cristales parecían recién sacados del Hubble, a la que se le trababa la lengua cuando leía o a la que se encorvaba desesperada porque en 8º o 2º de la ESO aún no le habían crecido las tetas.
Te acuerdas de lo gamberros que éramos, de cómo en algunas clases el maestro era una especie de mancha difusa que lanzaba frases con poco sentido al frente de la clase. Tenías tu libro, tu cuaderno y tu lápiz, y con ello un mundo por delante, que pasaba por hacer las grecas más bonitas, los círculos más redondos o las frases de amor más banales de la historia.
Recuerdo a esos alumnos, a los que no pegaban un palo al agua, y sacaban suspenso tras suspenso, y sin embargo te acompañaban en cada curso año tras año. A esas pandillas, inteligentemente organizadas (quién sabe si de forma natural), de los niños modositos con los modositos, los futboleros con los futboleros, las románticas con las románticas y los soñadores con los soñadores. A veces, esas pandillas se juntaban para jugar a algo en común, y era cuando de verdad se ponía a prueba el valor de cada uno. A nadie le importaba que suspendieras sociales, o que no supieras colocar ni una tilde: si no eras capaz de correr 50 metros a toda velocidad sin desfondarte, si no lanzabas una piedra más lejos que el resto, si no sabías soltar una patada sin que el otro se lastimase de dolor, eras un mariquita, un puto flojo.
También recuerdo a los profesores. Recuerdo cómo cuando algún alumno acababa los ejercicios "antes de tiempo" lo ponían a dibujar. Esa mirada confusa (y en ocasiones desafiante) de cuando un crío aportaba conocimientos que se supone que no debía de conocer aún. Esa ironía, demasiado compleja para el entendimiento de púberes y pre-púberes, cuando una de las chicas usa vocabulario impropio para su edad, bien porque prefería leer un Mortadelo a jugar al bote botero o ver el canal Historia en vez de Disney Channel. Y cómo esa ironía pasaba luego a la sala de profesores, y no para bien precisamente: qué graciosofulanito que me ha pedido ir a "hacer de vientre" o el otro que dijo "Adolfo Suárez" en clase, mientras ese otro se está llevando dos hostias en el recreo porque el grandote de la clase y su claque de abusones le consideran demasiado listo o símplemente se aburren. Esos mismos maestros que dicen que la vida no es de color de rosa, que les viene bien para espabilar, que eso no es bullying ni es nada, que si llamo a los padres para contarles lo que hacen (o les hacen) a sus hijos me mandan al carajo.
Luego resulta que esos niños crecen. Aquel niño gordito al que evitaban como compañero en Educación Física tiene un restaurante, y ahora es un tipo gordote que paga una miseria a sus empleados y oh, sorpresa, los manda a la puta calle según le parece y le permita la reforma laboral de turno. Aquella niña plana acabo haciendo enfermería, y mira, se puso guapetona, con su maquillaje y todo, y ahora en los descansos del curro disfruta despellejando a su compañera de geriatría porque viste unos zapatos del mercadillo. Ese chico listo, que se sabía todos los planetas (incluso Plutón) terminó trabajando de redactor en un periódico, y ahora gusta de amedrentar a todos esos becarios que demuestran algo de talento, o al menos, superior al que él mismo cree que tiene. Aquel chico grandote que de vez en cuando zurraba a sus compis de clase se metió a cocinero, pero ahora busca trabajo desesperadamente porque su antiguo jefe (un gordo cabrón) lo echó sin tapujos, a pesar de que sabía que tenía una hija y una hipoteca. La soñadora, la que dibujaba cenefas alrededor de cada título del libro, acabó en bellas artes, y tiene algún papelillo en alguna obra de teatro de vez en cuando, pero no más porque "la cultura está muy mal". Y esa otra chica, la de las gafas gruesas, creo que hizo magisterio, y de vez en cuando la veo en la cola para entrar al examen de las oposiciones, aunque me cuesta reconocerla (ahora lleva lentillas) pero se descubre ella misma con esa carcajada suya cuando una de sus amigas comenta que suspendió el práctico del carné por tercera vez.
Luego llegan las elecciones y pasa lo que pasa. Y la gente dice "los españoles son gilipollas". Y yo me pregunto: y los que no lo son, ¿nunca fueron a la escuela en este pais?