La idea que me había hecho de la Raspberry Pi es que el último modelo estuvo a punto de ser ordenador de escritorio, pero no había acabado de conseguirlo. Parecía que el windosero que vive en Linux no iba a quedar complacido utilizándola de esa forma, aunque las expectativas no fueran más allá de publicar en foros, visionar vídeos y hacer las tareas del cole con la Wikipedia.
Al principio la dejé de mediacenter, pero esto ya lo hace mejor el tvbox chinos, así que me dio por trastear y puse un Lubuntu que es una distribución que anda ágil con artilugios arcaicos. Pues resulta que va fino. Los editores de texto funcionan, el navegador se come el giga y pico de memoria pero va fluído. Todo dentro de expectativas ofimáticas. No fui más lejos, y no sin problemas ¡esto es Linux!
Ajustar la resolución a la pantalla del monitor, decirle que funcionara con dos monitores o ponerle el sonido fueron las configuraciones más arduas, resueltas buscando en foros dudosos, editando misteriosos archivos, sin saber en ningún momento lo que estaba haciendo, con resultado de un estropicio de poca relevancia e inesperado éxito en todas las configuraciones importantes.
Dejar apañao el sistema fue sorprendentemente rápido: cuatro horas escudriñando foros y dos crisis de ira, más achacables a la incapacidad de uno que a la dificultad de los problemas. El aterrizaje en Raspberry salió mucho mejor de lo esperado y el windosero no se encuentra excesivamente ensañado con el sistema. Estas plaquitas son más capaces de lo que imaginaba.
Por supuesto el windosero sólo busca navegar con moderación, publicar sus cosas por las redes y seguir escribiendo su novela épica sobre los gigantes de hielo. Con estas expectativas el minipc me ofrece, con menos gasto de todo, todo (creo) lo que necesito de una computadora de escritorio pero con el bendito silencio de los ordenadores domésticos de hace cuarenta años.