Por Carl Carmer
Condensado de “Dark Trees to the Wind”
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“Siempre he creído que las leyendas, tradiciones y fábulas forman parte tan real de la historia de un país como las proclamas, los tratados o las reformas constitucionales.”
Stephen Vicent Benét
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La siguiente es una de las historias de aparecidos recogidas por un especialista en el folklore del estado de Nueva York.
Pocos kilómetros al noroeste de la ciudad de Nueva York, a lo largo de los límites entre el estado de este nombre y el de Nueva Jersey, corre el Río Ramapo por una zona de colinas desiertas. Hace pocos años, el administrador de correos de una aldea que descansa en las vecindades de ese río solitario, solía hablar de una joven morena y esbelta, de ojos de jacinto y cabello dorado como el trigo. Era él un caballero distinguido, viajado y culto, de una de las buenas familias de esos contornos. Por expiación de sus pecados, decía él, enseñaba la doctrina a un grupo de muchachos en una iglesita destartalada, enclavada en las colinas de Ramapo.
Eran los muchachos un grupo ingenuo pero salvaje, como pueden serlo los animales del monte. Para ellos, las lecciones sencillas de moral cristiana que trataba de meterles en la cabeza el administrador, resultaban difíciles en toda ocasión, e imposibles cuando la joven aquella andaba por ahí.
Contaba el administrador que ella causaba estragos en la clase, como una peste lenta. De pronto uno de los muchachos desaparecía por uno o dos meses, y volvía al cabo avergonzado y ceñudo; entonces un compañero suyo se ausentaba por algún tiempo. El administrador de correos los veía cogiendo moras por el monte, o en la noche de sábado, camino del pueblo, para ir a algún bailecillo.
Un miércoles por la noche debía distribuirse en la iglesia el contenido de tres barriles de ropa usada que había enviado una iglesia de Nueva York. Esto ocurriría después de la oración. La joven llegó en el preciso instante en que el párroco destapaba el primer barril. Estaba descalza y vestía un traje remendado de zaraza que le venía muy corto. Se sentó en la última fila y no prestó atención cuando se fueron exhibiendo las tristes ropas que por lo general vienen en esa clase de envíos.
Hubo una expresión de asombro general cuando el párroco sacó del segundo barril un traje de baile azul como la flor del espliego, tachonado de lentejuelas que brillaban como amatistas. Era un tanto descotado. Nadie lo pidió. Sin decir palabra, la joven avanzó del fondo, agarró el traje y salió de la iglesia en carrera.
Desde entonces ya nadie volvió a encontrarla, sino con ese traje. Lloviese o hiciese sol, de día o de noche, era una pincelada de azul que se movía por los caminos polvorientos, por las verdes faldas de las colinas, contrastando con las camisas kaki de los muchachos que la acompañaban.
A mediados de diciembre, hubo una ola de frío y el termómetro bajó a 25 grados bajo cero. El administrador de correos abrió la ventanilla de su oficina, pero la gente que acudía mostraba más afán por darle la noticia que por reclamar sus cartas. La noticia era que la joven del traje azul de espliego se había encontrado muerta de frío pocos kilómetros arriba del camino del pueblo. El traje de baile no era abrigo para semejante tiempo.
Refería el funcionario que pasada semejante tragedia ya los muchachos asistieron con toda puntualidad a la doctrina los domingos, y así acabo la historia de la joven.
La joven murió de frío por allá en 1939, como numerosos vecinos atestiguan, y durante 10 años nada más se volvió a oír de ella. Luego comenzó a circular una extraña historia en los pueblos, y sobre todo en los colegios del norte del estado de Nueva York. Como ocurre con estos cuentos, las versiones son numerosas, pero ninguna de ella está en manera alguna relacionada con la historia del administrador de correos y de la muerte de la muchacha, hechos apenas conocidos en las vecindades de Ramapo. La idea de que exista esta posible relación quizá aparece aquí por primera vez.
Esto es lo que yo he oído. Un sábado en la noche, dos muchachos del Colegio de Hamilton iban en su automóvil a un baile que se daba en Tuxedo Park. Seguían el camino que corre por el valle del Río Ramapo, y vieron a una joven que esperaba. Vestía traje de fiesta, del color de la niebla que se levantaba sobre el fondo oscuro de la corriente, y sus cabellos eran del color del trigo en sazón. Pararon los muchachos y se ofrecieron a llevarla. Sin vacilar, ella se acomodó en medio de los dos, y les preguntó si iban al baile de cuadrillas de Sterling Furnace.
Su rostro fino y tostado, de pómulos salientes; su cabellera dorada; su sonrisa luminosa, la movilidad de sus facciones, encantaron a los muchachos. La convencieron de que los acompañase más bien a su baile de Tuxedo Park. Una vez en la fiesta, cuando fueron a presentarla, les dijo: “Llámenme Flor de Espliego. Así me dicen, porque siempre visto de este color.”
Terminado el baile y de regreso ya a casa, la joven sentía mucho frío, por lo cual uno de los muchachos le cedió su abrigo de paño escocés. Ella les fue indicando el camino por las polvorientas carreteras de los montes y al fin los hizo parar frente a una cabaña tan destartalada que se hubiese creído deshabitada a no ser por una raída cortina de encaje puesta en la ventanita de la puerta. Ofreciendo verles de nuevo, ella se quedó al borde del camino, despidiéndoles con la mano hasta que desaparecieron. Ya estaban casi en el propio Tuxedo los muchachos cuando el que le había prestado su abrigo cayó en la cuenta de que no lo había reclamado. Decidieron volver por él al día siguiente, al regresar al colegio.
Cuando los muchachos llamaron a la puerta de la cabaña, una vieja cana y decrépita les recibió, clavándoles una mirada penetrante con sus ojos azules. Preguntaron por Flor de Espliego.
- ¿Son ustedes viejos amigos suyos? –replicó la anciana.
Los muchachos, temiendo que con la verdad pudiesen indisponerla con los suyos, contestaron que sí. La vieja les dijo:
- Entonces deberían saber que ella murió. Hace 10 años que está enterrada en el cementerio que queda allí abajo, al lado del camino.
- No, no puede ser ella la que usted dice –dijeron los muchachos y explicaron que buscaban a una joven que había estado con ellos la noche anterior. Pero la vieja respondió:
- Jamás ninguna otra con ese nombre ha habitado por estos contornos. Y en todo caso, ese no era su verdadero nombre. El papá la bautizó Lilí cuando nació. Algunos le decían Flor de Espliego por el lindo vestido que siempre llevaba. Con él la enterraron.
Regresaron los muchachos por la carretera. A unos cien metros, el que iba al volante detuvo el automóvil. Señaló unas cuantas piedras blancas que se veían en un campo abierto poblado de maleza.
- Ahí está el cementerio. ¡Qué diablos! Vamos a darle un vistazo.
Encontraron la tumba. Una lápida pequeñita con el nombre de “Lilí”. Y al frente, sobre una piedra, cuidadosamente doblado, el abrigo de paño escocés.