La inercia social. Esa que dictamina la estructura de nuestras vidas antes siquiera de haber recibido la bienvenida a este mundo. Ya en el mismo momento del nacimiento se espera algo de nosotros: que lloremos. Si no lo hacemos, el propio médico o comadrona nos coloca cabeza abajo, como a San Pedro, como acto premonitorio del estigma que le espera a quien se aparta del camino.
A lo largo de nuestra vida se espera una serie de cosas de nosotros que debemos satisfacer. Que nos integremos en los grupos sociales de los que vamos formando parte, a ser posible que tengamos una visión de la vida similar a la suya, que recibamos un determinado tipo de educación, que alcancemos buenos resultados académicos, que los compaginemos con una vida social aceptable y que no seamos parias, que encontremos una pareja que nos quiera o no, que contraigamos vínculo oficial con ella como lazo de posesión, que tengamos hijos que cumplan el mismo ciclo que nosotros y, finalmente, que nos muramos sin molestar demasiado y, a ser posible, en silencio.
Entre todo lo que se espera, falta lo más importante, aquello que nos permitirá sobrevivir en este mundo, y que se ha agudizado hasta el máximo en la sociedad hiper-consumista y competitiva actual: la obtención de un trabajo con el que produzcamos lo máximo posible a la sociedad, peleándonos sin escatimar en daños por obtener el mejor posible. Producir, consumir con las cuatro monedas de plata que nos dan a cambio, y producir otra vez, while true, sin breaks.
No todos los trabajos están igual de bien vistos. Mejor aquellos derivados de una carrera universitaria y, dentro de éstas, aquellas que tengan nombres más rimbombantes y sean más difíciles, pues con seguridad se alejarán de las utopías de aquellos que se permiten soñar. A ser posible, desembocando en trabajos donde se incube el puesto durante horas cual gallinas de Rebelión en la Granja, sólo que sin rebelión, y en los que se viva en la empresa y para la empresa. En los que no se tenga reparo en echar cuantas horas extra requiera la situación y en los que uno se sacrifique en tiempo y alma al máximo, demostrando su infinita sumisión a la organización que generosamente le proporciona su limosna mensual mientras dure su vida útil y hasta que pueda ser reemplazado por alguien más productivo, más joven, menos exigente con sus derechos y, ya de paso, con mayor belleza.
Miramos mal a quien se desvía de la ruta marcada. A quien simplemente elige ser feliz con lo que tiene, trabajarse su propia tierra y disfrutar de los pocos días que nos regala la vida. «Es un pobre desgraciado». «Es un inconsciente». «No tiene dónde caerse muerto». «No sirve para otra cosa». «Es un inútil». «Es un perroflauta antisistema». «Un piojoso». Creemos, deseamos, que esos que se desvían de lo que consideramos la única vía posible sean seres infelices para tapar nuestra propia infelicidad.
Nos condenamos a vivir en jaulas de asfalto y ladrillo para revestirnos de una dignidad de la que carecemos, de la misma forma que perfumamos con traje y corbata los hedores de nuestro cuerpo desnudo, olvidando que es el único con el que llegamos a este mundo. Miramos con recelo aquello de lo que realmente formamos parte desde nuestros muros de cristal y desde las rejas de las ventanas con las que, de forma franklinista, renunciamos a nuestra libertad a cambio de una incierta seguridad. Nos sentimos en la necesidad de adquirir una gran cantidad de trastos inútiles que no necesitamos ni nos hacen más felices, de objetos a los que nos aferramos para recordar los días en los que nos desviamos de lo que se esperaba de nosotros e hicimos cosas dignas de recordar.
Mientras tanto, el tiempo, ajeno a nuestras insignificancias, transcurre de forma lenta e inexorable, transportándonos de forma inevitable hasta el día de nuestro temido encuentro con la Parca, mientras huimos hacia adelante estableciéndonos objetivos que jamás serán saciados posponiendo sin fin el día en el que simplemente aceptemos ser felices.