Dicen que lo prisioneros y los exiliados se alimentan de recuerdos inútiles. Puede ser., aunque dudo que sean inútiles si al menos sirven para mantenerlos en pie, o simulando que se sostienen, como el clavo que afantasma una sábana en la pared de un viejo cuarto.
Inútiles serán para los más pragmáticos, ¿pero quién renunciará a ese desván? ¿Quién quiere aún levantarse cada mañana en una vida nueva, a estrenar, sin amores ni rencores, sin deudas ni lamentaciones? Sólo los desgraciados, los tremendamente desdichados aceptarían algo así.
El que se libera de los recuerdos se desmantela al mismo tiempo. Como aquel que quiso derribar los muros que lo aprisionaban y se encontró ea la intemperie del mundo, libre, sí, pero desolado. Nómada de sí mismo.
El musgo sienta bien a los recintos desolados y a las ruinas de los templos, pero nadie lo quiere en su cabeza. No existe eso que llaman identidad fuera de la memoria. Por eso no hay desintegración más completa que la de las personas que dejan, poco a poco, de reconocer a los suyos, hasta olvidarse un día de respirar.
Hace tiempo escribí un relato, que publicaré por aquí cuando lo encuentre, en que un hombre cometía un asesinato y tenía un accidente durante la huida. Tras el accidente perdía la memoria. ¿De qué servía condenarlo a veinte años, aunque todas las pruebas estuviesen contra él? No se acordaba de nada. No podía escarmentar. No podía arrepentirse. También la ética personal puede estar en los recuerdos.
Es mejor no empezar cada día desde cero. Es mejor arrastrar lo que somos, o llevarlo a cuestas. Todo es mejor que el olvido.
La renuncia a los recuerdos es la medida de la propia desgracia.