Cada tarde de domingo si la lluvia no aparecía, se sentaban frente a las gradas del astillero para ver cuánto había crecido el trasatlántico. Semana tras semana, mes tras mes aguardaban impacientes el día de la botadura. Lo soñaban flamante, luminoso y resplandeciente. Empavesado de proa a popa, y más arriba, hasta el tope del palo. Ese día la hija del armador, estrenando un vestido de flores, estrellaría una botella en el casco y la bella dama blanca se deslizaría hacia el agua.