Bastián Baltasar Bux se sentía atrapado entre pantallas. Cada día, al despertar y antes de acostarse, revisaba sus redes, donde el acoso era constante, silencioso y voraz. A diferencia del colegio, donde los golpes y las risas burlonas se detenían al sonar la campana, en el mundo virtual no había un final. Allí, los insultos fluían sin descanso, como si fueran impulsados por una máquina de odio perpetua. Todo comenzó con una foto que él mismo había subido en un intento de encajar. «No es gran cosa», se había dicho, tratando de convencerse mientras la publicaba. Era solo él, en su habitación, frente a un póster de su película favorita, intentando sonreír de forma casual. Sin embargo, en cuestión de minutos, los comentarios comenzaron a aparecer:
«¿De verdad sales así de casa?», escribió uno de sus compañeros de clase, y los «me gusta» de apoyo al comentario se acumularon rápidamente. Otro añadió: «Parece que vives en una cueva… ¿alguna vez te has mirado al espejo?» Y así, comentario tras comentario, Bastián se vio envuelto en una red de burlas que parecía más grande de lo que podía soportar. Los mensajes privados tampoco tardaron en llegar. «Bastián, nadie te quiere aquí. ¿Por qué no desapareces?» Uno tras otro, todos anónimos, sin rostro ni responsabilidad, como si fueran disparos lanzados desde la oscuridad. De alguna manera, el desprecio de aquellos perfiles anónimos dolía tanto como el de sus compañeros, quizás más, pues nunca sabía si quien lo atacaba era alguien de su clase, de su barrio, o alguien que simplemente había encontrado la foto y decidió unirse a la crueldad colectiva.
A veces, en su perfil, aparecían memes con su cara: alguien había cogido la foto que había subido y, usando algún filtro, la había convertido en una caricatura grotesca. La imagen de un chico tímido con cara de asombro circulaba con frases como «Alerta de friki», «El raro de la escuela» o «¿Te has visto en un espejo, Bastián?». Cada vez que abría la app, otra notificación le avisaba que alguien había comentado, compartido o agregado algún nuevo insulto. Para Bastián, las redes, que deberían ser un lugar para conectar con otros, se habían convertido en una prisión. Y el eco constante de aquellas burlas le pesaba más de lo que estaba dispuesto a admitir. Sabía que debería eliminarlas, cerrar las aplicaciones o, al menos, bloquear a aquellos perfiles, pero había algo que lo mantenía atado. Era como si se hubiera convertido en un espectador de su propio tormento, incapaz de apartar la mirada, fascinado por el abismo oscuro que aquellas palabras abrían ante él.
Hasta que, una noche, decidió buscar una distracción y dejó que sus dedos lo llevaran por páginas desconocidas de internet. Así fue como encontró aquel sitio que prometía una especie de «aventura en vivo», casi como si adivinara su desesperación y ofreciera un escape. Sus noches de insomnio lo llevaban de un enlace anodino a otro, sin rumbo, hasta que, en uno de esos deslices digitales, se topó con un sitio que prometía algo tan ambiguo como tentador: «Puedes disfrutar de una aventura fantástica aquí». Sin pensarlo dos veces, y con ese hastío propio de quien necesita distraerse, Bastián pulsó el enlace. La pantalla se llenó de colores brillantes y sonidos de monedas tintineando. Sin embargo, algo en aquella página era distinto: el fondo oscuro del sitio empezó a moverse como si una niebla de píxeles se disolviera lentamente, y las letras de la pantalla parpadearon hasta que formaron un mensaje:
«Bienvenido a Nueva Fantasía».
Confundido, Bastián frunció el ceño. ¿Era un truco de márquetin? ¿Una publicidad invasiva? Sin embargo, algo en aquel mensaje tenía un magnetismo inquietante, como si le hablara directamente, como si le invitara a cruzar un umbral. Sin pensarlo, movió el ratón y pulsó en una pestaña llamada «Empieza el juego». De inmediato, su pantalla se transformó en una nueva dimensión de realidad virtual.
Despertó en lo que parecía un gigantesco salón de apuestas. Frente a él, un cartel flotante parpadeaba con letras doradas: «Bienvenido a las Pruebas de Nueva Fantasía. Si quieres sobrevivir, debes ganar. ¡Apuesta o desaparece!». Bastián comprendió que este juego, por absurdo que pareciera, no era un simulador común de un casino online. Empezó a caminar y el primer reto le aguardaba: una mesa de póker en la que el crupier, un avatar con aspecto de antiguo caballero, le sonreía desafiante.
—Para avanzar, Bastián —dijo el crupier con tono amenazante—, tienes que vencerme en una partida. Aquí no hay dragones ni espadas; solo cartas y probabilidades.
En cada ronda, Bastián perdía más fichas y, con cada derrota, sentía un hormigueo en las manos. «¿Será esto adictivo?» pensó, tratando de recordar cuánto dinero virtual había invertido ya. Al final, salió vencedor, pero no sin una sensación extraña, como si hubiera cedido un fragmento de su paciencia a aquel crupier que sonreía con una malicia artificial. Respirando hondo, cruzó una puerta que apareció al fondo del salón, llevándolo a un paisaje desconocido. Pero antes de adentrarse, otro mensaje flotante apareció en la pantalla: «¿Quieres conocer tu destino? Las apuestas deportivas pueden ayudarte a predecirlo».
El siguiente reto era un campo de fútbol infinito en el que los jugadores se movían en patrones absurdos y caóticos. «Acierta el resultado y pasa a la siguiente fase», resonó una voz desde el aire. Pero no era tan simple: el marcador fluctuaba con cada tiro y, a medida que Bastián intentaba predecir, se daba cuenta de que su propio estado de ánimo influía en los números. Cada mala predicción hacía que la pantalla parpadeara en tonos rojos, y una sensación de frustración lo invadía. Finalmente, tras varios intentos, la voz le concedió el pase al siguiente nivel, un tanto burlona: «Tus dotes de apostador son… suficientes».
Tras el campo de fútbol apareció un pasadizo que lo transportó a lo que parecía una versión futurista de Tinder. Desconcertado, Bastián vio su rostro proyectado en la pantalla junto a decenas de perfiles de otros avatares, cada uno más idealizado que el anterior. En la esquina superior, una flecha le indicaba deslizar hacia la derecha o la izquierda. «¿Y qué tiene esto que ver con Fantasía?», se preguntó, pero no tardó en comprender: cada vez que deslizó, un destello de luz revelaba escenas de otros usuarios en citas virtuales, cada cual más inverosímil y absurda.
—Para continuar —le dijo un avatar femenino que apareció de la nada—, tienes que conquistarme con el mensaje perfecto.
Bastián, incrédulo, improvisó, citando a media docena de autores de autoayuda y agregando un par de frases ambiguas sobre el destino y la belleza interior. Sorprendentemente, funcionó. El avatar sonrió y le indicó la siguiente puerta, que esta vez lo llevó a una dimensión llena de imágenes brillantes y filtros de Instagram. Cada imagen parecía una copia de la anterior: paisajes, desayunos perfectos, selfies en parajes exóticos, cada uno gritando «perfección» de una forma ensayada. El mensaje de la pantalla era claro: «Gana seguidores y obtendrás la clave para salir».
La ironía lo golpeó fuerte. Tenía que construir una imagen de sí mismo que agradara a esos espectadores invisibles, igual que en la vida real. Subió una selfie, añadió filtros, hashtags de lugares que jamás había visitado. Cada me gusta incrementaba una barra de popularidad. Tras alcanzar el umbral de popularidad necesario, una puerta con un letrero parpadeante apareció: «OnlyFans». Bastián, al cruzarla, se encontró en una sala de luz tenue, con pantallas proyectando diferentes imágenes de alguien llamado Atreyu, un chico moreno y delgado vestido con harapos y el pelo sin lavar. Lo observaba desde una pantalla, con una sonrisa divertida.
—¿Esperabas encontrarme aquí, Bastián? —dijo Atreyu, y su voz resonaba familiar, aunque impregnada de una ironía cansada—. Bienvenido a la Fantasía de tu tiempo, donde la heroicidad se mide en likes y el valor, en suscriptores.
—¿Quién eres? —preguntó Bastián, todavía incrédulo.
—Soy un influencer sex-positive —respondió Atreyu—. Mi objetivo es conseguir tu atención de forma absoluta para mantenerme relevante en este océano de perfiles artificiales..
Bastián sintió un nudo en el estómago. ¿Tendría que realizar cibersexo en la siguiente prueba? Estaba atrapado en aquel mundo virtual, un laberinto de pruebas digitales que, lejos de fortalecerlo, lo habían dejado vacío, más desconectado de sí mismo.
Tras respirar profundamente preguntó con un atisbo de desesperación —¿Y cómo salgo de aquí? —
Atreyu señaló la esquina de la pantalla, donde una pequeña «x» de cierre aguardaba, casi invisible.
—Es tan fácil como cerrar la ventana, Bastián. Pero dime, ¿quieres realmente hacerlo? Aquí tienes entretenimiento interminable, estímulo infinito. Allá fuera está la realidad, y no ofrece recompensas instantáneas.
Con un último vistazo a Atreyu, Bastián cerró los ojos y apretó la «x». La pantalla se apagó, y el silencio de su habitación lo envolvió. Sintió un extraño alivio y una profunda tristeza. Nueva Fantasía era un lugar repleto de reflejos de entretenimiento, donde las aventuras no transformaban, solo distraían. Encendió la luz, y por primera vez en mucho tiempo, cogió el único libro que había en su cuarto en cuya desvencijada cubierta ponía «La historia terminable y sin scroll» firmada por un tal Michael Ender Scott-Card. Quizás, pensó, aún queda algo de magia en el mundo físico, algo que no podría encontrar en una pantalla, por atractiva que fuera.